martes, 21 de julio de 2009

taxi driver


Nunca leo un libro o veo una película más de una vez. Cuando alguien dice "he visto La Vida de Brian siete veces" no entiendo nada, como si me hablara en zulú. Le aplaudo en silencio y le deseo infinitas sesiones descojonantes con los Python o lloronas con Casablanca o galácticas con Blade Runer, pero ya le siento distinto.

Y miento. Porque hay una excepción: Taxi Driver. Si zapeo en la tiví y me la encuentro no puedo evitar verla hasta el final. Hipnótica. Como un sueño. Me pasa siempre.Y sé por qué.Un Bruno adolescente la vió una noche extraña en una maratón de cine nocturno que creo tenía lugar en el salón de actos de la facultad de Sarriko. Allí dentro se podía fumar, se podía comer, se podía volar. Aquel Bruno estaba en un punto álgido, en su cabeza (la misma en la que anidaban miles y miles de pájaros en continuo stress) la vida por delante era eterna y todas las ciudades del mundo estaban ahí, esperando a que las pisara una por una...Y ese Bruno recalentado y fosforescente, que por aquel entonces fumaba Fortuna y gustaba de engalanarse con camisetas de felpa de su sufrido abuelo, entró en la película como el cuchillo en el agua. Y la película en él. Así que ahora, Taxi Driver ejerce de médium, un puente en el tiempo que al Bruno de hoy -tan el mismo y tan distinto al mismo tiempo- le permite meterse en la piel de aquel otro Bruno, sentir su pureza egoísta, su enérgica confusión, su insolente inmortalidad, su absoluta falta de miedo a nada en aquella noche de cine. Por eso, mi película es esta. Porque no tengo otro remedio.

Como no puedo remediar que mi canción de Bruce Springsteen sea -por siempre jamás- "Born to run". Pero esa es otra historia.

lunes, 20 de julio de 2009

La ciudad sin límites


Bueno, pues el caso es que este año me he tirado una buena temporada en Madrid. Y me he dado cuenta (por si hacía falta) de que las ciudades grandes me gustan. Y mucho. Perderse en la calle, con los ojos abiertos, es un placer inmenso. Sin brújula y sin mapa. Avanzar porque sí, acera y plazas adelante, con todo el tiempo del mundo para tí y que de repente, a las cuatro de la tarde, el cielo oscurezca hasta casi hacerse de noche, y empiecen a llover gotas como balones de rugby. Y entonces entrar al bar más cercano, un bar de esos de toda la vida, cutre y amable, tabla en alta mar, desconocido y sin embargo tan familiar, donde ya hay un clima como de refugio atómico y dos parroquianos de sol y sombra y ducados a mansalva estan mascando para sus adentros monólogos locos junto a la máquina de frutas y una radio de la viejas-viejas de esas que llevan escritas todas las ciudades del mundo en el dial almacena polvo pegadita a una imagen de San Pancracio harto de tanto Carrusel Deportivo ahí mismito, junto a su oreja. Y la tele está extrañamente apagada y en la calle los coches andan con luces y hay figuras que corren bajo el agua, vendedores del cupón en estampida, madres arrastrando larvas en crecimiento vestidas de naik , perros que han perdido el rastro de vuelta a casa. Y un relámpago. Y el trueno. Y yo, a salvo, en ese útero de luces fluorescentes, pido una cañita que viene acompañada de una solitaria sardinilla de lata sobre un lecho de pan duro, y cojo todo y me siento en silla de formica y miro a través del cristal otra vez mientras llueve y llueve y llueve en Madrid. Y doy el primer trago y, joder, me digo, todo está de puta madre.