martes, 18 de diciembre de 2012

Las amistades peligrosas


       Estoy hasta los huevos de ser vasco, tío, dice Barandika mientras me pone el cuarto patxaran  en la mano y me arrastra a sentarme con él en una de las mesas del batzoki de Indautxu. Mírales, parece que se han escapao de walking dead, ¡un poco más de gracia, ostia!, brama al tiempo que señala la pantalla del televisor. Echo un vistazo. Los miembros del gobierno de Urkullu abren el teleberri posando bien alineados a la puerta de Ajuriaenea. Algunos parroquianos, txikito en mano, porte imperial, nos miran con gesto poco amistoso y empiezo a considerar la posibilidad de que esto no acabe nada bien, pero Barandika, a quien ya he encontrado calentito tras lo que debe haber sido una borrascosa comida navideña de empresa, está lanzao y es todo verbo y expresión corporal. Y los de antes igual, ¿eh?, que no hago distinciones, dice retando con la mirada a un entorno tan hostil como desenfocado. Es que…Ostia, mira, tío, no sé cómo decirte, todo este rollo de lo vasco, yo creo que es una cuestión de espacio. El espacio, ¿sabes? Nos movemos en un espacio muy, muy, muy reducido, ostia.  El txistu, piribí, piribí, tan pequeño, el txistu es una flautilla limitada, estrecha, altisonante ; la txalaparta solo divierte a quien la toca, no tiene recorrido, joder, tacatá, tacatá, tic-tic tacatá…Y nuestros políticos, escritores, músicos, deportistas…todos son...como, como...constreñidos, angostos, tío, una banda de tristes, tristes, triiiiiiiissssstessssssssss. La madre que los parió, ¡qué tristes son, la ostia!, solloza mientras extiende los brazos en un aspaviento, y un chorrillo de alcohólico zumo de endrinas sale disparado por inercia de su vaso. La plebe que nos rodea comienza a sopesar el linchamiento . De pronto, Barandika se pone en pie, todo lo alto que es, arrastrando la banqueta por las baldosas y produciendo un largo chirrido de agonía que hace temblar el local, me dirige una mirada enrojecida y me dice: igual se salvan  los cocineros, ¿sabes?, esos son de otra pasta, de la pasta gansa, ja, ja, ja. Meo y vuelvo a la de ya, lagun.
     Veo su cuerpo tambalearse bar adentro en busca del retrete y en cuanto lo pierdo de vista me levanto y me largo.
      Parkatu, Barandika, pero uno no está ya para estos trotes.  
      En la calle me acoge la psicodelia navideña. Cálida, paranoica, familiar,
     Alabado sea el señor.

sábado, 15 de diciembre de 2012

El héroe de la clase eco-obrera

       En llegando estas fechas en las que el año encarrila su sprint a meta con mirada demente, mientras suenan atronadores los clarines de llamada al consumo masivo de las idioteces  de siempre y el fulgor de las gambocelebraciones  familiares lo llena todo, siento dentro de mí la imperiosa necesidad de desear “felices fiestas” a un personaje que a lo largo de estos últimos meses ha aparecido , como un ángel caído del cielo, una y otra vez en mi vida diaria: el modernuki superguay que va en bici por las aceras de nuestra ciudad, melenilla al viento y sorteando peatones.
       Le deseo felices fiestas y también mucho ánimo, porque debe saber que todo innovador siempre lucha contra la mente atrofiada de los reaccionarios de siempre. Para que la sociedad avance, florezcan mil carril-bicis  y descienda la contaminación, probablemente haya que llevarse por delante la pelvis, el tobillo, la rodilla o la clavícula de muchos de de esos escleróticos ancianos que se creen tan a salvo sobre la acera, pero, ¡qué se le va a hacer!, así es la vida, ese es el precio del progreso ecológico del que eres vanguardia.
      Así que, estimado héroe de la clase eco-obrera, te deseo una feliz navidad y que sepas que cada vez que  alguien ante mí propone inocularte las piezas del biciclo una por una en tu ano revolucionario, yo me parto la cara en tu defensa. Tú a lo tuyo, campeón, que yo te cubro la espalda.

martes, 7 de agosto de 2012

La cólera de Míster Jai

     Veo desfilar las luces de la ciudad  a través de la ventana del taxi y me fuerzo a recordar cómo empezó todo. Lo único que sé es que lo hizo sin más, repentinamente, con la misma brusquedad con la que un soldado que pisa la espoleta de una mina pasa de ser quien era a ser otra cosa, sin tiempo siquiera para un gesto de sorpresa. En mi caso, desperté una mañana, hace tan solo unos meses, y las cosas, mis cosas, habían dejado de tener un significado, o, siendo más preciso, habían variado su significado. Lo que hasta hacía tan solo unas horas me proporcionaba placer era de pronto insulso o, directamente, nauseabundo. Mis puntos de referencia se habían evaporado. Mi brújula, digámoslo así, se había vuelto loca. Los afectos, que parecían tan sólidos, habían sido sustituidos por un vacío helado, cruel y autosuficiente. En algún remoto reino de mi interior despertó y comenzó a avanzar un ejército endemoniado que arrasaba todo a su paso: mis amigos eran empalados por insulsos, sus cadáveres adornando las orillas del camino; mi pareja, acusada de secuestrar mi verdadera forma de ser, fue recluida en una mazmorra y violada y torturada hasta morir; mi familia, en realidad una secta vampírica, atravesados sus corazones por afiladas estacas de madera; Bilbao, la ciudad en la que vivía y a la que adoraba, fue reducida en un abrir y cerrar de ojos a un sumidero de mierda habitado por una manada de cretinos…. Durante unos días viví en un estado de animación suspendida, atento tan solo a cartografiar las costas, los mares y cordilleras de mi nuevo y sorprendente yo.
 
     El granizo comienza a golpear con fuerza el techo del coche. Es una noche de perros y las calles de Madrid están oscuras y desiertas, a pesar de lo cual avanzamos con una lentitud exasperante, víctimas de una conspiración perfecta de semáforos en rojo. Ante mí, el taxista gorjea el ideario neonazi en franca competencia con el cocinero vasco que en la radio dice desear morir con la sartén en la mano. Ay, Martin, Martin, cómo me gustaría ocuparme de eso personalmente. Hervirte primero a fuego lento, con esa sartén en la mano, si tanto te gusta, y ver luego cómo la carne humeante se desprende suavemente del hueso, separar cartílagos y tendones, cortar luego en rodajas y añadir, esto te lo mereces, campeón, una guarnición de verduras y puré de patata. Detalles, Martin, detalles, porque, ¿sabes?, el diablo está en los detalles. Mi móvil, puesto en modo silencio, zumba y vibra una vez más en el bolsillo del pantalón. Lo ignoro.
     Hoy me divierte pensar que, en plena transfiguración, dos personalidades convivían en mí. Estaba el antiguo yo, que amordazado y maniatado, una vocecilla en un tarro de cristal, asistía impotente a los acontecimientos, y, por otro lado, mi nuevo ser, que, en un rapto de vanidad literaria quiso bautizarse como Míster Jai. Así, tras unos días de extraña calma llegó el tsunami en forma de acción radical. Primero como una anómala reverberación en el horizonte; al poco, como una explosión en la orilla. Me despedí del trabajo, abandoné el partido político en que militaba activamente, di esquinazo una y otra vez a mis mejores amigos con endebles excusas y convertí en un infierno mi convivencia con A. Deseaba quedarme solo, dinamitar mi pasado, partir de cero hacia un universo nuevo y desconocido que me llamaba a gritos. Mientras tanto, mi cerebro trabajaba en una única dirección, moldeando sin descanso una  acidez afilada y cruel que mordía todo lo que se le ponía al alcance. A una parte de mí se le agotaba el oxígeno. La otra musculaba  día y noche, con una tenacidad psicópata.

     Cuando al fin nos detenemos frente al hotel nieva con fuerza. Pago la factura del cuchitril con ruedas y espero sentado a que el imbécil del volante salga al espacio exterior y extraiga del maletero mi Sansonite Spinner. Le veo pasar junto a mi ventana y oigo cómo trastea en el capó. Ah, sí, sí, hazlo ahora, raya, venga, ráyalo, araña el inmaculado color plata de mi maleta y estás muerto, hijo de puta. Hazlo, hazlo, y luego permite que el cuero de mi cinturón apriete tu cuello de pollo anoréxico  presionando tu tráquea hasta el crujido final. Y déjame al mismo tiempo morder con fuerza tres de tus dedos, esos tres sucios dedos que has conseguido introducir en mi boca, y que muerdo a la altura de la segunda falange, sintiendo su jugo oscuro y dulce como una tumba bajar por mi  garganta, tumba que no te mereces porque es a la intemperie, aquí mismo, bajo este coche, donde va a pudrirse tu fenicia, microscópica, despreciable vida repleta de caspa.

     No costó gran cosa romper con todo. Salvo con A. Ella sí ofreció una resistencia efectiva, enquistada, salvaje. De alguna forma se las apañaba para mantener activas las constantes vitales del yo primitivo, sabía conectar con su frecuencia y le suministraba nutrientes con palabras clave, esotéricos abracadabras, piezas crípticas de un lenguaje oculto elaborado entre ambos en  los años de convivencia; burlaba los controles fronterizos con fardos repletos de recuerdos en común, efectivos como inyecciones de adrenalina; deslizaba, a través de la alambrada, valiosas dosis de suero emocional que llegaban misteriosamente a su objetivo, manteniendo con vida un fantasma cuyo tiempo había caducado. Sin embargo A. podía ganar batallas, pero tenía perdida la guerra. ¿A quién quería engañar con aquella actitud de amante incondicional? ¿Quién le había autorizado para  obligarme a vivir en su empalagosa balada italiana? ¿En virtud de qué podía tenerme encadenado? Al fin una noche, a los postres de una penosa cena en un restaurante italiano frente al viejo Museo de Bellas Artes, fue Míster Jai quien salió a escena: “Escúchame A.: me voy. Hemos sido libres para vivir juntos. Ahora, de forma libre, te digo adiós. Déjame en paz”. La reacción de A. fue la de una dictadora fascista, una sádica funcionaria de algún corrupto penal latinoamericano situado entre pantanos y caimanes, una experta en chantaje emocional. Abandonamos el restaurante en medio de una nube negra. Pero la discusión continuó en nuestro piso. A. se empeñaba en desplegar amenazas rastreras, deudas contraídas tan solo en su imaginación eran ahora reclamadas entre terribles insultos y golpes bajos. Y así, de pronto, la vi tal y como era. Y me estremecí al pensar que había compartido mi vida con  aquella basura , una gárgola egoísta dispuesta a torturarme con su presencia hasta el final de mis días. Me siguió por toda la casa, mientras yo intentaba reunir cuatro cosas para irme, documentación y poco más. Me siguió al baño, al despacho, a mi mesilla de noche y a la cocina, donde me imaginé cogiendo uno de aquellos cuchillos afilados y abriéndola en canal de un solo tajo, su sangre rociando los electrodomésticos, creando chorretones de rojo sobre blanco, un siniestro homenaje final a la camiseta del equipo de nuestros amores.

     En la solitaria recepción, el empleado, asombrosamente parecido a Fernando Esteso, a el último Fernando Esteso, ese pez globo de expresión pavorosamente etílica que se asoma de vez en cuando a los peores rincones de la pequeña pantalla, me dirige un brioso saludo de bienvenida, comprueba con un par de clics digitales la reserva en internet y me tiende al fin la llave plastificada de la 229, deseándome las buenas noches e indicándome la dirección del ascensor con el desparpajo nasal de una fantasía animada de ayer y hoy. Siento ese sabor óxido en la boca, una película pastosa envolviendo la lengua y el paladar. Con gran esfuerzo, consigo apartar de mi mente la tentadora idea de hacerle subir a la habitación con cualquier excusa para someterle a una sesión de tortura intensiva en la bañera.

     La 229 es funcional a más no poder, un desangelado cubo habitado por elementos mínimos e integrados, aunque, para ser del todo justo, he de decir también que cuenta con un sistema de luces indirectas que crean una atmósfera vagamente acogedora. Un amplio ventanal da a la parte trasera del hotel. Fisgoneando entre las cortinas puedo entrever una calle estrecha y destartalada que alumbran tres farolas anémicas y en la que se puede distinguir la fachada de un restaurante chino de nombre turbador: “La Gruta del Dragón Hambriento”. El temporal de nieve parece estar remitiendo en intensidad. Los copos, tras flotar un rato de acá para allá, luchan después, vanamente,  por enquistarse en el asfalto o sobre el techo de los coches aparcados. Mi móvil zumba y vibra en silencio, otra vez. Miro la pantalla. Está sobrecargada de signos informando de llamadas perdidas y mensajes de voz.

     Lleno la bañera de agua, en el espejo del lavabo descubro una mancha de sangre seca en mi labio inferior que hago desparecer con un clinex humedecido, luego dejo el equipaje sobre la cama y marco el número de recepción.  Oigo en la calle una sirena de policía. Contengo la respiración, pero pasa de largo. Todavía  tengo tiempo. Tiempo para algo más. Una última travesura. Le digo a Fernando Esteso que  he perdido las llaves de la maleta y que tengo problemas para abrirla. Me dice que ya se ha visto en esas, que no hay que preocuparse, que sube ahora mismo con la caja de herramientas. Le doy las gracias. Me parece un plan perfecto.

viernes, 3 de agosto de 2012

Carrusel

Se llama Chu Lo. El nombre se las trae, que se lo digan a él, pero nosotros no vamos a ser tan vulgares como todos esos capullos que, con una sonrisa maliciosa, le espetan "vale chaval, ¿y dónde están las putillas?".  Propongo, en cambio, que disfrutemos ahora mismo viendo con qué habilidad maneja su bicicleta entre el tráfico del atardecer bilbaíno, cómo se desliza por los pasillos de metal que trazan los coches, cómo esquiva a tanto peatón atontado. Chu Lo nació aquí y no ha estado nunca en China, ni ganas que tiene. Sabe castellano, inglés, euskera y mandarín a la perfección y cuando sus padres le hablan de Shangai siente lo mismo que sentiríamos tú o yo. O sea, un poquito de curiosidad rodeada de un océano de indiferencia. Chu Lo se siente vasco hasta la médula y estudia para médico al tiempo que ayuda a su familia en el restaurante. En este asunto, el del restaurante, lo que más le gusta es el reparto a domicilio, salir a pedalear por las calles de la ciudad, aunque tenga que discutir con su padre, que le prefiere en el comedor. Pero a veces le convence y lo consigue y luego viene el aire en la cara y ese cielo sobre su cabeza, así que tan contento. Es el caso de  este jueves por la tarde en que se dirige a Mazarredo zigzaguendo por el ensanche, con el aroma de un menú Cantón para tres personas elevándose desde la bolsa de plástico que lleva en la cestilla delantera y algo de Depeche Mode zumbando en el ipod.

El ipod es un regalo de Nekane. Nekane vive con su padre en la zona de Zabalburu. No tiene hermanos, así que viven solos. No os creáis que eso es algo fácil para ninguno de los dos. Más bien resulta peliagudo en muchos aspectos. Pero, bueno, se arreglan. Su madre murió hace tres años en un accidente de tráfico.  Iba en aquel autobús que volcó cerca de Laredo, ¿os acordáis? Seguro que no, y lo entiendo, porque pasan tantas desgracias que si no olvidáramos nos volveríamos locos, la verdad. Hay que borrar, borrar, borrar....El caso es que ahora Nekane trabaja de dependienta en una tienda de ropa de la Gran Vía. Es una tienda grande, pertenece a una de esas cadenas de precios económicos que se están comiendo el mundo.  Le encanta la moda y secretamente diseña trajes y accesorios en un enorme cuaderno de dibujo que esconde bajo el colchón y del que no ha dicho nada a nadie, ni siquiera a Chu Lo, porque es supersticiosa y piensa que si un sueño lo cuentas se rompe. Y ahora tiene un problema porque quiere poner todo eso en internet, sus creaciones, y no sabe si en una web o en un blog o qué porque ella no entiende mucho. Y, claro, quien le ayude no puede hacer preguntas, ni saber gran cosa del asunto porque si no...bueno, ya sabéis, lo de antes, que se rompe el sueño.  Con Chu lleva ya seis meses y medio. Nunca ha tenido una relación tan larga. Esta es su record personal. Sus amigas todavía le siguen preguntando cómo se lo hace un chino. Y cuando Nekane responde que como todos los demás ellas cantan a coro "pues vaya desastre". Y todas se ríen. Es como un juego. Pero eso sí, por nada del mundo les hablaría  a esas golfas de Richar. Al menos por ahora.

Richar es el segurata de la tienda. Si un día le ves y piensas en  una máquina de pesas no tienes que  preocuparte demasiado: le ocurre a todo el mundo. Vino de Burgos hace dos años. Quería poner tierra de por medio y a la primera oportunidad...¡zas¡: carretera y manta, y ongietorri Bilbao. Y aún le hubiera gustado irse más lejos. Pero no fue así, porque al poco de llegar conoció a Javi y fue un flechazo. Y ahora sé que muchos de vosotros estáis pensando: ¿flechazo? que te den tío, los flechazos no existen...pues os diré que estáis equivocados y que el flechazo existe aquí y en Liberia, para bien o para mal, que ahí no voy a entrar, y que si no os ha ocurrido nunca nada así es vuestro problema. El caso es que Richar y Javi llevan conviviendo desde carnavales en un piso alquilado por el Casco Viejo que es la mitad terraza al aire libre. Así que, en fin, ya véis lo que es la vida: ahí le tenemos, al Richar, con su uniforme, rodeado de niñas que suspiran por él; él, que lo único que quiere es estar en la puerta de la tienda con los brazos cruzados -y, a poder ser, con un rayito de sol dándole en la cara, si no es mucho pedir-, viendo circular los adonis que patean arriba y abajo la Gran Vía. Y claro, con tanto secreto y tanto desajuste en su vida pasa que el hombre se siente por dentro como una gaseosa agitada. En tensión. A punto de explotar como una granada de mano y poner perdida la fachada de la BBK de enfrente. Total  que Richar ha tomado la decisión de acabar con tanto estrés vital, abrir ventanas y armarios  y hacer correr la verdad en el curro, su verdad. Nekane le parece la más receptiva, desde el primer día hay un filin especial con ella, así que se ha propuesto encontrar un momento y hacerle la confidencia, tirarse a la piscina, contarle lo suyo, y luego las cosas rodarán por sí solas. Y que venga lo que venga, qué coño. Y ahora atención, fijaos y aprended porque esto es digno de admirar: a Richar tener todo este cacao en la cabeza no le ha impedido catalogar de sospechosa a aquella señora de verde que ahora entra en un probador. Todo un profesional, ¿que no?

Aurora entra en el probador de Zara víctima de "el impulso". No os creáis que lo hace tan campante, qué va: a pesar de los tranquilizantes que lleva encima le tiemblan las piernas, tiene palpitaciones, le cuesta respirar...Pero para ella, en este instante, es como si su vida entera dependiera de salir de la tienda con esa camisa escondida en el bolso. Y eso que  tiene dinero suficiente para pagar un camión de trapitos como éste. Aurora ya ha pasado por dos tratamientos. Ya sabéis de qué hablo: psicólogos hurgando en tus miedos, en tu vida vacía, en los afectos muertos y las culpas...una mierda, vaya. Y tras los tratamientos, llegaron las recaídas. Así que, dentro de lo que cabe, Aurora ya está resignada a soportar la palabra ladrona, la humillación  ante el resto de los clientes y todo lo que venga. Nada de eso le va a resultar nuevo. Ya conoce ese vía crucis y todas sus estaciones le son familiares. En el probador, un círculo de espejos la multiplica hasta el infinito, ve caras tensas,  ojos desorbitados, mil millones de Auroras asustadas mirándose entre sí con la camisa en una mano y el bolso en la otra. De pronto todas se mueven a un tiempo: la camisa va al bolso y una mano cierra la cremallera. Después, Aurora se da media vuelta y encara la cortina, respira hondo, se prepara como una actriz que va a salir al escenario y, justo entonces, ya véis qué cosas pasan, le suena el móvil. Así que, antes de nada,  tiene que descorrer la cremallera del bolso y cogerlo.

Lucía ha llamado a su madre por puro impulso. Los impulsos son la especialidad de la familia, ya os habréis dado cuenta. A veces les gustaría que no fuese así, pero al final ellos mandan. Lucía está saliendo por la puerta de un hospital de la periferia de Liverpool y las noticias que le han dado no son buenas. Y no me preguntéis más, basta con que sepáis esto: no, no son nada buenas. Y cuando hay médicos de por medio, las malas noticias pueden llegar a ser malas,  malas de verdad. Sólo pensarlo pone los pelos de punta. Así que ahí está Lucía caminando acera adelante con los informes de los análisis debajo del brazo y el móvil en la mano. Todavía está reciente la espantada de John - a quemarropa, sin anestesia, sorpresa cariño: me voy- y ahora esto...Vaya racha que lleva.  Pero no penséis ni por un momento que está llamando a su madre para contarle todo este rollo triste... No, no, qué va...Bastantes problemas tiene ella, su madre. Y Lucía la llama tan poco...Últimamente ha estado tan encerrada en sí misma...No. Creedme: quiere saber cómo está, sólo eso, y tambien quiere decirle que la espere esta navidad, que cogerá un avión y que estará en Bilbao en un plis plas y que no, que no necesita dinero y que ya verá, que las dos solas van a pasar una  nochebuena de cine y que se reirán como antes y que todo está bien, ama, todo está bien y que te quiero mucho y millones de besos que nos vemos muy pronto cuídate. Ya veis, todo lo que puede dar de sí un impulso.

En su probador, Aurora guarda el móvil en el bolso. En cuyo interior sigue la camisa que ahora recibe el impacto de dos lágrimas, una detrás de otra. La camisa...La saca y, con mucho cuidado, la deja colgada en la percha. Durante unos segundos hunde su cara en ella, siente su textura, su olor...y llora un poco más. En silencio. Luego respira tres veces, corre la cortina, sale a la tienda y echa a andar hacia la salida. Os podéis imaginar cómo lleva los ojos: rojos, rojos como Marte.

La señora  pasa ante Richar que, al verla, piensa que no es la misma de hace un rato. Es como si en el probador hubiera sufrido una metamorfosis. Su sexto sentido le dice ahora a Richar que ahí no hay peligro, así que cambia de idea sobre la marcha, y no la para, ni le dice que le enseñe el bolso y toda esa mierda... Para su alivio, los detectores no suenan cuando ella sale a la calle, así que mejor que mejor. Y como se está echando ya la hora de cierre, opta por coger al toro por los cuernos, se da media vuelta  y se dirige a Nekane, decidido a invitarla a un cafecito.


Nekane ve acercarse a Richar y flipa con lo del café y piensa si haber dicho sí  demasiado rápido no le habrá delatado un poquito. Pero bueno, a lo hecho, pecho. Y cuando en la cafetería  le cae encima toda la verdad, y nada más que la verdad,  del segurata no da crédito.  Ella, que se creía  un lince en este tipo de cosas. Pues ya ves... aquí, ni flores. Que no se ha koskao de nada, vaya. Porque, vamos a ver...el tío no tiene ni un miligramo de pluma...¿cómo iba a imaginar?..si hasta estaba convencida de que la miraba con...con... Es que es alucinante. Y aún con todo le gustaría seguir ahí hablando un rato más, porque está a gusto con él, pero es que ha quedado con Chu Lo. Y ya llega tarde.

Chu, por cuya sangre navegan genes de una paciencia milenaria, lleva un rato en las fuentes de la plaza Circular soportando estoicamente a un grupo inca o guaraní o cheyenne o lo que diablos sean tocando frente a él canciones deprimentes surgidas de la noche de los tiempos cuando, por fin, llega Nekane. La recibe con un kaixo y un beso en los labios. Y los dos se agarran de la mano y, perdiéndose entre la gente,  bajan hacia el Casco Viejo hablando de sus cosas.

Y justo en el centro del Puente del Arenal se cruzan contigo, que ni los ves.


viernes, 13 de julio de 2012

Días de escuela

     Entre los muros del Colegio Santa María, profesores y alumnos pasábamos las horas, los días y  los meses en medio de un sopor majestuoso.
     Flotábamos en una nube  monocolor sin relieve alguno, así que, en medio de ese letargo abisal cualquier nimio acontecimiento –un libro que cae, los decibelios de un estornudo, una uña rasgando el encerado- tomaba carácter de hito histórico. Las monótonas excursiones a la factoría de Coca-Cola o al Santuario de San Ignacio de Loyola tenían, en el colectivo, el mismo tratamiento que un viaje a Marte.
     Pero, en general, nada turbaba la paz de aquel dulce microcosmos. Las inquietudes pedagógicas de los enseñantes eran cero, cero absoluto. Bastante tenían ellos con tejer el cojín de cloroformo sobre el que se ovillaba el babeante rebaño. En lógica correspondencia, nosotros, ovejas agradecidas, memorizábamos las sandeces que nos salían al encuentro mientras pedaleábamos, en compacto pelotón, siguiendo las señales que nos deberían llevar hasta la añorada  meta volante del aprobado. Y lo hacíamos con la cabeza gacha, la vista clavada en aquellos textos ásperos como el asfalto, sin  incordiar ni siquiera un poco, cuando, en realidad, deberíamos haber tomado aquella estúpida bastilla al asalto, arriando  calavera y tibias en la imperial fachada, para  después  pasar a cuchillo a tanto obispo y monarca de pacotilla.  
     Sin embargo, como ya nos advirtió Plinio, nada dura eternamente y con el paso de los años empezaron a ocurrir cosas que no estaban en el guión. Fue en una de aquellas plomizas tardes  de invierno cuando surgió la primera grieta en el armazón menesiano.  Tendríamos ya trece años. Cabeceábamos sobre el libro de Lengua Española  en un ambiente de depósito de cadáveres, bajo la lánguida luz de las fluorescentes y con el habitual runrún de murmullos, sorbemocos, carraspeos y toses secas, mientras nuestros cuerpos sufrían metamorfosis siderales. Estábamos mutando, como mutaban los monstruos de Viaje al Fondo del Mar, o mejor, como los villanos de la Marvel, aquellos oficinistas vulgares  que tras exponerse accidentalmente a una lluvia de neutrones se hinchaban más y más hasta convertirse en furiosos titanes vengativos. Visto en perspectiva, sorprende comprobar que en cualquiera de aquellos instantes, y tal como veríamos más tarde en una película de terror espacial, no se hubiera derrumbado uno de nosotros sobre el pupitre para, con violentas convulsiones, expulsar por el pecho un geiser de hormonas enloquecidas.
     Pues bien, estábamos en ésas cuando Barandica levantó y agitó el brazo.
     - Síííí….Barandiiiiiiica…¿ qué desea? –dijo el fraile emergiendo como un galápago de una siesta pluscuamperfecta.
      - Hermano Benigno…quería hacerle una pregunta…bueno… más de una…
     Era uno de los empollones de clase. Últimamente, se le veía algo retraído bajo su flequillo visigótico. El fraile le dio la venia con un gesto vago. Y, entonces, Barandica, bajando la vista a un folio emborronado, leyó:
      - Hermano…¿qué es el comunismo?¿son buenos o malos los de la ETA?¿se puede follar cuando una chica tiene la regla?¿y por qué en este colegio no puede haber chicas?¿no creer en Dios es pecado?¿los curas nunca se hacen pajas?¿por qué hay mayores que dicen que Franco es un cabrón?¿sabe usted que don Carlos viene siempre borracho a clase?¿por qué y desde cuándo le llaman a usted “Potofé”?...
     A estas alturas la clase entera era un glorioso pandemonium. Como siempre,  expresábamos nuestro desconcierto con carcajadas y berridos mientras gesticulábamos como orangutanes. Mirábamos alternativamente a Barandica y al Hermano Benigno, quien, saliendo al fin de su estupefacción, bramó mientras avanzaba hacia nuestro compañero:
      -¡¡¡¡Cállese ahora mismo!!!!
     Le arrancó el papel de las manos. Le giró la cabeza de un sopapo olímpico  y después, agarrándole de la oreja, arrastró al insolente petimetre fuera del aula, camino sin duda del despacho del director.
    Y entonces sucedió algo insólito. La clase se quedó sola, sin tutor alguno. Y, en vez de producirse las habituales escenas de ruidoso gamberrismo,  nos quedamos en un absoluto silencio, sintiendo de lleno el eco de aquellas preguntas, aquellos pedazos de realidad que tan abruptamente habían irrumpido allí, entre las herméticas paredes del País de Nunca Jamás. 
     Porque algo era evidente.  Habían venido para quedarse.

domingo, 8 de julio de 2012

La vida es un milagro

     Estamos en un piso que no conozco, celebrando un cumpleaños, nadie sabe decirme de quién.  La fiesta está en su apogeo. Ahora mismo, la atracción principal la constituye Bakunin, un gato tuerto que, atrincherado bajo una cama, defiende una de sus siete vidas frente a dos borrachos armados de escoba y fregona. Hay risas histéricas, pupilas dilatadas y vasos preñados de colillas flotantes abandonados por todas partes.
     A una hora imprecisa se acaba la cerveza y me ofrezco expedicionario voluntario. Hay alguien que me grazna indicaciones a quemarropa. Tú sales, ¿vale?, y te dejas caer, tres calles, o cuatro, no sé, luego a la izquierda y otras tres, bueno, más o menos…  y ahí, lo vas a ver, bar los hermanos, dice, no hay pérdida.
     En el espacio exterior, abandonada la ruidosa nave nodriza, la acera parece rodar bajo mis pies. Estoy hecho de helio, floto calle abajo, soy un espectro  alegre en la noche urbana con una misión que cumplir. Desciendo unas escaleras de piedra, desiguales y oscuras, y tras doblar mil esquinas que siempre parecen la misma doy con el bar, que huele a lejía, tabaco negro y tortilla recalentada  y en el que un puñado de obreros de turnos distintos ingieren  café y alcohol bajo los jadeos de un video porno. Salgo de allí con una docena de latas de cerveza repartidas en dos bolsas de plástico. Y  entonces, solo entonces, caigo en la cuenta de que no tengo ni la más remota idea de dónde estoy.  Y de que volver a la fiesta, aunque lo intente,  va a resultar imposible.  La idea me paraliza.
    Justo en ese instante las asas de una de las bolsas se desgarran y seis latas de Voll-Damm caen al suelo y empiezan a rodar cuesta abajo. Una de ellas gana el centro de la calzada y empieza a coger más y más velocidad. De algún lado surge como una flecha un enorme pastor alemán que la persigue y, tras lanzar dos dentelladas fallidas, acierta de pleno con una tercera. La muerde, la eleva y la agita con rabia entre sus mandíbulas y la lata estalla y chorros de espuma blanca y dorada surgen con fuerza en todas direcciones dibujando un abanico perfecto bajo la claridad lechosa del amanecer.
    Yo estoy hipnotizado por la escena, lo que no me impide sentir  a mis espaldas el chirrido sepulcral de la puerta del Bar Los Hermanos y la voz aguardentosa del parroquiano que acaba de salir y que, a mi lado,  viendo todo aquello, murmura con tono  fúnebre:
    -¡Qué desperdicio!

viernes, 6 de julio de 2012

El final de la inocencia

        Somos siete, embutidos en un Renault Twingo de primera generación. Hay nucas pegadas al techo, rodillas aplastadas, columnas crujientes y cuerpos en fusión. Rodamos por la margen izquierda del Nervión a una velocidad considerable con el “Ashes to Ashes” de Bowie atronando sin piedad en los altavoces. “Nunca he hecho cosas buenas/nunca he hecho cosas malas/nunca he hecho nada fuera de lo normal/quiero un hacha para romper el hielo”, canta el duque. Voy sentado atrás, tras el copiloto, la sien derecha pegada a la ventana y alguien bailando sobre mis muslos. Un alguien femenino que huele a tabaco, menta y pachuli. Fuera, las taciturnas farolas de la carretera de Sestao se inclinan para hacernos un pasillo triunfal. Con ráfagas simétricas de una luz amarillenta escanean el interior del coche y marcan el paso del tiempo. Zas-tic-tac, zas-tic-tac. El tiempo vuela, sí, como un buitre obsceno, como una urraca ladrona, como un jilguero traidor, vuela. Alguien dice que Louis Renault, padre remoto del ingenio que nos transporta, había muerto en la cárcel al final de la guerra mundial, que le habían detenido por colaborar con los nazis, por proporcionarles maquinaria, que lo había visto en un documental. Superpuesta, una segunda voz proclama, entre toses, que de Bowie no le gusta nada desde el ziguiestardus, y un tercero pregunta si alguien sabe a dónde vamos. Todo esto sucede a principios de los noventa. Antes de la Edad del Móvil. Antes de la Dictadura del Euro. Antes de Tanta Chorrada. Es una noche de invierno, entre semana, y no hay circulación. La carretera es nuestra.
       -¡¡Ostia!!
       El frenazo nos impulsa a todos hacia adelante y hacia atrás. El coche se detiene en seco. Y nos quedamos mudos de asombro por lo que vemos ahí delante, en medio de la carretera, bajo el sirimiri. Como arrancado de una página mitológica, iluminado implacablemente por los focos del automóvil , el tigre nos clava una mirada serena antes de desaparecer con dos saltos perfectos rumbo a los pabellones desiertos de los Altos Hornos.
      Nos llevó años entenderlo. El tigre estaba allí para anunciar el final de nuestra inocencia. Estábamos cruzando una frontera. Y ya nunca volvimos a ser los mismos.

miércoles, 4 de julio de 2012

Ir, mear y volver no es tan fácil

            Ya he meado, me he lavado las manos, y me las he secado convenientemente. Me aseguro de que la bragueta esté bien cerrada. Un vistazo perital al espejo. Ahí estoy. Hecho un pincel. El pantalón: impoluto, sin humedades. La nariz encima de la boca, la boca sobre el mentón y todo ello por debajo de la frente. Correcto. Tal y como debe ser. Listo para reintegrarme a mi cerveza o a la mesa en que voy a cenar o ya estoy cenando. Y, entonces, algo me paraliza. De terror. Es la manilla de la puerta de salida. La misma manilla sobre la que se han apoyado cientos de abyectas garras durante las horas precedentes. Un apocalipsis antihigiénico de aluminio. O de lo que sea. La Enciclopedia Ilustrada de las Enfermedades Contagiosas en su versión más práctica. Un objeto letal desde el que un ejército de ronchas, comezones y hongos  me susurra ven, acércate, tócanos, danos la vida. Aghhhhh. ¿Para eso el jabón, el agua, la minuciosa pasteurización personal?¿Para ahora poner mis manos sobre…eso?
            Reacciono. Intento convertirme en Uri Geller. Mover la puerta con la mente. Sin resultados, obviamente. Decido intentarlo con el codo. Me inclino. Me doblo. Soy un cartabón. Apoyo asqueado mi codo sobre la superficie de la manilla grabando en mi mente que luego he de remangarme la camisa, impedir que ese trozo de tela tenga contacto con cosa alguna. Hago presión, más y más presión cuando de pronto todo cede y alguien abre la puerta desde el otro lado y hacia mí, con el ímpetu con que el rinoceronte embiste el jeep en una peli de safaris africanos. Siento el borde de la puerta golpeando mi frente. Y caigo de espaldas, todo lo largo que soy, sobre la pútrida, infecta, maloliente superficie del servicio para hombres del puto infierno.

martes, 19 de junio de 2012

La increíble historia de Telmo Basarrate

       Dicen que Telmo Basarrate ya salió del vientre de su madre vestido del Athletic de Bilbao. Su infancia transcurrió con normalidad hasta que un día, cuando contaba la edad de nueve años, se escapó de su casa paterna en Santutxu para presentarse en las instalaciones deportivas de Lezama y dejar boquiabiertos a los sabios del club rojiblanco con una charla sobre estrategia de juego. Fue una revelación. Poco tiempo después arrancaba su exitosa carrera como entrenador. Lo hizo desde las categorías más bajas. Y estuvo llena de momentos excepcionales. Un día, los alevines pudieron ver a Telmo convertir con un simple gesto los habituales bocadillos de mortadela del entrenamiento en deliciosas cheese-burgers. En otra ocasión, con gran asombro, los cadetes le vieron caminar sobre las aguas de la ría de Plentzia para recuperar un balón caído. Dos temporadas más tarde, cuando en un partido oficial la estrella de los juveniles sufrió una dolorosa rotura de tibia y peroné, Telmo se acercó hasta él:  “levántate y juega”, le dijo. El delantero se incorporó y todavía pudo marcar tres goles. Y así, triunfo tras triunfo, Telmo llegó a entrenador del primer equipo, al que llevó a conseguir todos los títulos posibles. Las vitrinas del club no daban a basto. Telmo se convirtió en un dios. Tenía toda Bizkaia rendida a sus pies.
       Pero un día uno de sus jugadores traicionó su confianza y destapó las conversaciones con el Real Madrid. A partir de ahí la hinchada hizo de la vida de Telmo un vía crucis. Y cuando finalmente aceptó la propuesta del club merengue, la prensa bilbaina le crucificó sin piedad. Aún era joven. Acababa de cumplir 33 años.

viernes, 15 de junio de 2012

El ruido y la furia


 La Cervecera Cobetas se publicita como “El Mejor Balcón de Bilbus”. Y puede que sus txistorras, albóndigas caseras o chuletillas de cordero no se ganen tu bendición, pero en lo del balcón no mienten. A nuestros  pies se extiende la ciudad como si fuera un poster pasado de moda y abandonado sobre la acera. Hay una ría cenagosa de aguas acolchadas que viene de allí  y serpentea perezosa hasta allá a través de  una alfombra de terrazas y tejados. Enfrente, más o menos a nuestra altura, el acicalado alto de Artxanda  capitanea la cadena montañosa del noroeste. Es un atardecer entre semana y el patio de la cervecera se encuentra casi vacío. En tan solo unas semanas todo esto se llenará de asistentes al BBK Live, jóvenes de aspecto multicolor y apetito caníbal llegados de las Tierras Grises dispuestos a sumergirse en los tres días de música y macroconciertos que agitan la ciudad. Eso es lo que vendrá. Un futuro probable. Pero ahora aquí solo estamos nosotros con la compañía, en otra mesa bastante alejada, de una pareja  de edad media encriptada en un microclima solemne, profundamente wagneriano. Tristán e Isolda, ajenos a su entorno, roen con dramatismo atonal la armadura ósea de un desfortunado picasuelos.
Mister Mister y el Marqués de Aranda llegan con dos jarrosaurios de cerveza a los que buscamos sitio entre los restos de la cena. Todos estamos grasientos y alineados. Una masa de abolladas nubes oscuras rueda desde el fondo astral convirtiendo esta escena folk en una pintura flamenca . Sobre nuestras cabezas zumba enloquecida una bandada de estorninos y en algún lado grazna agónico un generador. Es un momento alfa y lo sabemos. Un instante de una fosforescencia cegadora.  
- Lo haremos – dice Sugaar-. Será la carta de presentación de El Comité Fantasma. En esta ciudad no se va a hablar de otra cosa durante mucho tiempo. ¿Estamos de acuerdo?.
Y Brillante, Yuppi Du, Mister Mister y el Marques de Aranda junto a este humilde escriba respondemos al unísono:
- Esto…¿y si le damos una vuelta?
Y vemos la expresión perpleja de Sugaar . Y en el patio, justo ahora, se encienden las luces. Anoréxicas, remotas, como hundidas bajo el agua. Y nos cruje ya la seriedad. Nos abandona. Se va. Estallamos en carcajadas, nos retorcemos y empujamos sobre los bancos, sin  pensar para nada en los riesgos que vamos a correr, derramando la cerveza sobre los signos dibujados a rotulador azul sobre el mantel de papel. Signos que, en realidad,  son mapas repletos de cruces, distancias, flechas e itinerarios y que trazan, con todo detalle, la estrategia perfecta para el secuestro de Radiohead en pleno. Técnico de sonido incluido. Así, como suena.

jueves, 14 de junio de 2012

martes, 12 de junio de 2012

¡Hay que joderse!

Números y palabras. Palabras y números. Eso es lo que nos queda.
Números como látigos, como cifras postizas en el salvavidas de la cuenta corriente, como la edad que gotea imperturbable del grifo imperfecto, como glóbulos rojos y comandos de plaquetas que coquetean con el enemigo, le ríen las gracias, conspiran, le pasan armas bajo la mesa.
Y palabras. Palabras como alambradas en la explanada, como maniobras militares de dispersión, como regalos envenenados, como besos falsos, como globos sonda cargados de autocompasión y miedo. Como navajas suizas.
Tan importantes, las palabras. Y esa jungla en que se mueven: el lenguaje. Un reloj que nadie pone en hora.
La palabra de vasco es sagrada y firme, sí, pero plana, monocorde, sin filo, ni color, ni tikitaka alguno. Palabra de patadón y a la olla. De pensamiento único y cerrojo. Como mucho.
 La izquierda abertzale habla como en el antiguo testamento. Parece atrapada en una telaraña de términos pre-romanos, llenos de roña ancestral, de sustantivos sobados, de retóricas surgidas de los remotos caladeros de la Galaxia Más Aburrida. La palabra, en ellos, es ancla, distorsión, lastre, bostezo. Una gigantesca vía de agua. Y nadie achica. Parecen haber decidido que el mejor carisma es la falta de carisma.
El PNV sigue adicto al sermón. Salirse de ahí, del púlpito, de la palabra sagrada, del catecismo mantra, confunde a sus feligreses; cualquier modernidad les hace perder el paso, trompicarse y rodar sacristía abajo, lejos muy lejos. A veces tan lejos que pierden de vista el cáliz de las urnas, el camino de regreso al batzoki. Y eso no puede ser.
Tras enjuagar en la Edad de Piedra del siglo XX su discurso de todo elemento marxista, de clase y confrontacional, los socialistas e IU son ya veteranos productores de nada, cosechadores insulsos de palabras vacías, recitadores monocordes de manuales de instrucciones de uso de aspiradoras de coche o cafeteras exprés.
La derecha es de palabra caótica, achampañada, relamida, contradictoria, culta e inculta, insultante, aduladora…Su discurso es una fiesta after-hours  con música de pasodoble, una borrachera delirante con vinagre de marca, un bosque de nostalgia presidido por chorradas incendiarias.
Todos ellos, oh cielos, están sentados ahora mismo en sus pupitres. Concentrados. Con la punta de la lengua asomando entre los dientes. Escriben palabra a palabra, tachando y volviendo a escribir, con sus lápices gastados y pagados a escote, sus maravillosos discursos. Los mismos que, en breve, tendremos que aguantar.
Porque una vez más, el costoso e irritante circo de las elecciones autonómicas está a punto de levantar su carpa. Y no a las afueras de la ciudad. No. Lo hará bajo tu ventana, en tu sala de estar, en el centro de tu cerebro. Otra vez. ¡Hay que joderse!.