viernes, 13 de julio de 2012

Días de escuela

     Entre los muros del Colegio Santa María, profesores y alumnos pasábamos las horas, los días y  los meses en medio de un sopor majestuoso.
     Flotábamos en una nube  monocolor sin relieve alguno, así que, en medio de ese letargo abisal cualquier nimio acontecimiento –un libro que cae, los decibelios de un estornudo, una uña rasgando el encerado- tomaba carácter de hito histórico. Las monótonas excursiones a la factoría de Coca-Cola o al Santuario de San Ignacio de Loyola tenían, en el colectivo, el mismo tratamiento que un viaje a Marte.
     Pero, en general, nada turbaba la paz de aquel dulce microcosmos. Las inquietudes pedagógicas de los enseñantes eran cero, cero absoluto. Bastante tenían ellos con tejer el cojín de cloroformo sobre el que se ovillaba el babeante rebaño. En lógica correspondencia, nosotros, ovejas agradecidas, memorizábamos las sandeces que nos salían al encuentro mientras pedaleábamos, en compacto pelotón, siguiendo las señales que nos deberían llevar hasta la añorada  meta volante del aprobado. Y lo hacíamos con la cabeza gacha, la vista clavada en aquellos textos ásperos como el asfalto, sin  incordiar ni siquiera un poco, cuando, en realidad, deberíamos haber tomado aquella estúpida bastilla al asalto, arriando  calavera y tibias en la imperial fachada, para  después  pasar a cuchillo a tanto obispo y monarca de pacotilla.  
     Sin embargo, como ya nos advirtió Plinio, nada dura eternamente y con el paso de los años empezaron a ocurrir cosas que no estaban en el guión. Fue en una de aquellas plomizas tardes  de invierno cuando surgió la primera grieta en el armazón menesiano.  Tendríamos ya trece años. Cabeceábamos sobre el libro de Lengua Española  en un ambiente de depósito de cadáveres, bajo la lánguida luz de las fluorescentes y con el habitual runrún de murmullos, sorbemocos, carraspeos y toses secas, mientras nuestros cuerpos sufrían metamorfosis siderales. Estábamos mutando, como mutaban los monstruos de Viaje al Fondo del Mar, o mejor, como los villanos de la Marvel, aquellos oficinistas vulgares  que tras exponerse accidentalmente a una lluvia de neutrones se hinchaban más y más hasta convertirse en furiosos titanes vengativos. Visto en perspectiva, sorprende comprobar que en cualquiera de aquellos instantes, y tal como veríamos más tarde en una película de terror espacial, no se hubiera derrumbado uno de nosotros sobre el pupitre para, con violentas convulsiones, expulsar por el pecho un geiser de hormonas enloquecidas.
     Pues bien, estábamos en ésas cuando Barandica levantó y agitó el brazo.
     - Síííí….Barandiiiiiiica…¿ qué desea? –dijo el fraile emergiendo como un galápago de una siesta pluscuamperfecta.
      - Hermano Benigno…quería hacerle una pregunta…bueno… más de una…
     Era uno de los empollones de clase. Últimamente, se le veía algo retraído bajo su flequillo visigótico. El fraile le dio la venia con un gesto vago. Y, entonces, Barandica, bajando la vista a un folio emborronado, leyó:
      - Hermano…¿qué es el comunismo?¿son buenos o malos los de la ETA?¿se puede follar cuando una chica tiene la regla?¿y por qué en este colegio no puede haber chicas?¿no creer en Dios es pecado?¿los curas nunca se hacen pajas?¿por qué hay mayores que dicen que Franco es un cabrón?¿sabe usted que don Carlos viene siempre borracho a clase?¿por qué y desde cuándo le llaman a usted “Potofé”?...
     A estas alturas la clase entera era un glorioso pandemonium. Como siempre,  expresábamos nuestro desconcierto con carcajadas y berridos mientras gesticulábamos como orangutanes. Mirábamos alternativamente a Barandica y al Hermano Benigno, quien, saliendo al fin de su estupefacción, bramó mientras avanzaba hacia nuestro compañero:
      -¡¡¡¡Cállese ahora mismo!!!!
     Le arrancó el papel de las manos. Le giró la cabeza de un sopapo olímpico  y después, agarrándole de la oreja, arrastró al insolente petimetre fuera del aula, camino sin duda del despacho del director.
    Y entonces sucedió algo insólito. La clase se quedó sola, sin tutor alguno. Y, en vez de producirse las habituales escenas de ruidoso gamberrismo,  nos quedamos en un absoluto silencio, sintiendo de lleno el eco de aquellas preguntas, aquellos pedazos de realidad que tan abruptamente habían irrumpido allí, entre las herméticas paredes del País de Nunca Jamás. 
     Porque algo era evidente.  Habían venido para quedarse.

domingo, 8 de julio de 2012

La vida es un milagro

     Estamos en un piso que no conozco, celebrando un cumpleaños, nadie sabe decirme de quién.  La fiesta está en su apogeo. Ahora mismo, la atracción principal la constituye Bakunin, un gato tuerto que, atrincherado bajo una cama, defiende una de sus siete vidas frente a dos borrachos armados de escoba y fregona. Hay risas histéricas, pupilas dilatadas y vasos preñados de colillas flotantes abandonados por todas partes.
     A una hora imprecisa se acaba la cerveza y me ofrezco expedicionario voluntario. Hay alguien que me grazna indicaciones a quemarropa. Tú sales, ¿vale?, y te dejas caer, tres calles, o cuatro, no sé, luego a la izquierda y otras tres, bueno, más o menos…  y ahí, lo vas a ver, bar los hermanos, dice, no hay pérdida.
     En el espacio exterior, abandonada la ruidosa nave nodriza, la acera parece rodar bajo mis pies. Estoy hecho de helio, floto calle abajo, soy un espectro  alegre en la noche urbana con una misión que cumplir. Desciendo unas escaleras de piedra, desiguales y oscuras, y tras doblar mil esquinas que siempre parecen la misma doy con el bar, que huele a lejía, tabaco negro y tortilla recalentada  y en el que un puñado de obreros de turnos distintos ingieren  café y alcohol bajo los jadeos de un video porno. Salgo de allí con una docena de latas de cerveza repartidas en dos bolsas de plástico. Y  entonces, solo entonces, caigo en la cuenta de que no tengo ni la más remota idea de dónde estoy.  Y de que volver a la fiesta, aunque lo intente,  va a resultar imposible.  La idea me paraliza.
    Justo en ese instante las asas de una de las bolsas se desgarran y seis latas de Voll-Damm caen al suelo y empiezan a rodar cuesta abajo. Una de ellas gana el centro de la calzada y empieza a coger más y más velocidad. De algún lado surge como una flecha un enorme pastor alemán que la persigue y, tras lanzar dos dentelladas fallidas, acierta de pleno con una tercera. La muerde, la eleva y la agita con rabia entre sus mandíbulas y la lata estalla y chorros de espuma blanca y dorada surgen con fuerza en todas direcciones dibujando un abanico perfecto bajo la claridad lechosa del amanecer.
    Yo estoy hipnotizado por la escena, lo que no me impide sentir  a mis espaldas el chirrido sepulcral de la puerta del Bar Los Hermanos y la voz aguardentosa del parroquiano que acaba de salir y que, a mi lado,  viendo todo aquello, murmura con tono  fúnebre:
    -¡Qué desperdicio!

viernes, 6 de julio de 2012

El final de la inocencia

        Somos siete, embutidos en un Renault Twingo de primera generación. Hay nucas pegadas al techo, rodillas aplastadas, columnas crujientes y cuerpos en fusión. Rodamos por la margen izquierda del Nervión a una velocidad considerable con el “Ashes to Ashes” de Bowie atronando sin piedad en los altavoces. “Nunca he hecho cosas buenas/nunca he hecho cosas malas/nunca he hecho nada fuera de lo normal/quiero un hacha para romper el hielo”, canta el duque. Voy sentado atrás, tras el copiloto, la sien derecha pegada a la ventana y alguien bailando sobre mis muslos. Un alguien femenino que huele a tabaco, menta y pachuli. Fuera, las taciturnas farolas de la carretera de Sestao se inclinan para hacernos un pasillo triunfal. Con ráfagas simétricas de una luz amarillenta escanean el interior del coche y marcan el paso del tiempo. Zas-tic-tac, zas-tic-tac. El tiempo vuela, sí, como un buitre obsceno, como una urraca ladrona, como un jilguero traidor, vuela. Alguien dice que Louis Renault, padre remoto del ingenio que nos transporta, había muerto en la cárcel al final de la guerra mundial, que le habían detenido por colaborar con los nazis, por proporcionarles maquinaria, que lo había visto en un documental. Superpuesta, una segunda voz proclama, entre toses, que de Bowie no le gusta nada desde el ziguiestardus, y un tercero pregunta si alguien sabe a dónde vamos. Todo esto sucede a principios de los noventa. Antes de la Edad del Móvil. Antes de la Dictadura del Euro. Antes de Tanta Chorrada. Es una noche de invierno, entre semana, y no hay circulación. La carretera es nuestra.
       -¡¡Ostia!!
       El frenazo nos impulsa a todos hacia adelante y hacia atrás. El coche se detiene en seco. Y nos quedamos mudos de asombro por lo que vemos ahí delante, en medio de la carretera, bajo el sirimiri. Como arrancado de una página mitológica, iluminado implacablemente por los focos del automóvil , el tigre nos clava una mirada serena antes de desaparecer con dos saltos perfectos rumbo a los pabellones desiertos de los Altos Hornos.
      Nos llevó años entenderlo. El tigre estaba allí para anunciar el final de nuestra inocencia. Estábamos cruzando una frontera. Y ya nunca volvimos a ser los mismos.

miércoles, 4 de julio de 2012

Ir, mear y volver no es tan fácil

            Ya he meado, me he lavado las manos, y me las he secado convenientemente. Me aseguro de que la bragueta esté bien cerrada. Un vistazo perital al espejo. Ahí estoy. Hecho un pincel. El pantalón: impoluto, sin humedades. La nariz encima de la boca, la boca sobre el mentón y todo ello por debajo de la frente. Correcto. Tal y como debe ser. Listo para reintegrarme a mi cerveza o a la mesa en que voy a cenar o ya estoy cenando. Y, entonces, algo me paraliza. De terror. Es la manilla de la puerta de salida. La misma manilla sobre la que se han apoyado cientos de abyectas garras durante las horas precedentes. Un apocalipsis antihigiénico de aluminio. O de lo que sea. La Enciclopedia Ilustrada de las Enfermedades Contagiosas en su versión más práctica. Un objeto letal desde el que un ejército de ronchas, comezones y hongos  me susurra ven, acércate, tócanos, danos la vida. Aghhhhh. ¿Para eso el jabón, el agua, la minuciosa pasteurización personal?¿Para ahora poner mis manos sobre…eso?
            Reacciono. Intento convertirme en Uri Geller. Mover la puerta con la mente. Sin resultados, obviamente. Decido intentarlo con el codo. Me inclino. Me doblo. Soy un cartabón. Apoyo asqueado mi codo sobre la superficie de la manilla grabando en mi mente que luego he de remangarme la camisa, impedir que ese trozo de tela tenga contacto con cosa alguna. Hago presión, más y más presión cuando de pronto todo cede y alguien abre la puerta desde el otro lado y hacia mí, con el ímpetu con que el rinoceronte embiste el jeep en una peli de safaris africanos. Siento el borde de la puerta golpeando mi frente. Y caigo de espaldas, todo lo largo que soy, sobre la pútrida, infecta, maloliente superficie del servicio para hombres del puto infierno.