martes, 7 de agosto de 2012

La cólera de Míster Jai

     Veo desfilar las luces de la ciudad  a través de la ventana del taxi y me fuerzo a recordar cómo empezó todo. Lo único que sé es que lo hizo sin más, repentinamente, con la misma brusquedad con la que un soldado que pisa la espoleta de una mina pasa de ser quien era a ser otra cosa, sin tiempo siquiera para un gesto de sorpresa. En mi caso, desperté una mañana, hace tan solo unos meses, y las cosas, mis cosas, habían dejado de tener un significado, o, siendo más preciso, habían variado su significado. Lo que hasta hacía tan solo unas horas me proporcionaba placer era de pronto insulso o, directamente, nauseabundo. Mis puntos de referencia se habían evaporado. Mi brújula, digámoslo así, se había vuelto loca. Los afectos, que parecían tan sólidos, habían sido sustituidos por un vacío helado, cruel y autosuficiente. En algún remoto reino de mi interior despertó y comenzó a avanzar un ejército endemoniado que arrasaba todo a su paso: mis amigos eran empalados por insulsos, sus cadáveres adornando las orillas del camino; mi pareja, acusada de secuestrar mi verdadera forma de ser, fue recluida en una mazmorra y violada y torturada hasta morir; mi familia, en realidad una secta vampírica, atravesados sus corazones por afiladas estacas de madera; Bilbao, la ciudad en la que vivía y a la que adoraba, fue reducida en un abrir y cerrar de ojos a un sumidero de mierda habitado por una manada de cretinos…. Durante unos días viví en un estado de animación suspendida, atento tan solo a cartografiar las costas, los mares y cordilleras de mi nuevo y sorprendente yo.
 
     El granizo comienza a golpear con fuerza el techo del coche. Es una noche de perros y las calles de Madrid están oscuras y desiertas, a pesar de lo cual avanzamos con una lentitud exasperante, víctimas de una conspiración perfecta de semáforos en rojo. Ante mí, el taxista gorjea el ideario neonazi en franca competencia con el cocinero vasco que en la radio dice desear morir con la sartén en la mano. Ay, Martin, Martin, cómo me gustaría ocuparme de eso personalmente. Hervirte primero a fuego lento, con esa sartén en la mano, si tanto te gusta, y ver luego cómo la carne humeante se desprende suavemente del hueso, separar cartílagos y tendones, cortar luego en rodajas y añadir, esto te lo mereces, campeón, una guarnición de verduras y puré de patata. Detalles, Martin, detalles, porque, ¿sabes?, el diablo está en los detalles. Mi móvil, puesto en modo silencio, zumba y vibra una vez más en el bolsillo del pantalón. Lo ignoro.
     Hoy me divierte pensar que, en plena transfiguración, dos personalidades convivían en mí. Estaba el antiguo yo, que amordazado y maniatado, una vocecilla en un tarro de cristal, asistía impotente a los acontecimientos, y, por otro lado, mi nuevo ser, que, en un rapto de vanidad literaria quiso bautizarse como Míster Jai. Así, tras unos días de extraña calma llegó el tsunami en forma de acción radical. Primero como una anómala reverberación en el horizonte; al poco, como una explosión en la orilla. Me despedí del trabajo, abandoné el partido político en que militaba activamente, di esquinazo una y otra vez a mis mejores amigos con endebles excusas y convertí en un infierno mi convivencia con A. Deseaba quedarme solo, dinamitar mi pasado, partir de cero hacia un universo nuevo y desconocido que me llamaba a gritos. Mientras tanto, mi cerebro trabajaba en una única dirección, moldeando sin descanso una  acidez afilada y cruel que mordía todo lo que se le ponía al alcance. A una parte de mí se le agotaba el oxígeno. La otra musculaba  día y noche, con una tenacidad psicópata.

     Cuando al fin nos detenemos frente al hotel nieva con fuerza. Pago la factura del cuchitril con ruedas y espero sentado a que el imbécil del volante salga al espacio exterior y extraiga del maletero mi Sansonite Spinner. Le veo pasar junto a mi ventana y oigo cómo trastea en el capó. Ah, sí, sí, hazlo ahora, raya, venga, ráyalo, araña el inmaculado color plata de mi maleta y estás muerto, hijo de puta. Hazlo, hazlo, y luego permite que el cuero de mi cinturón apriete tu cuello de pollo anoréxico  presionando tu tráquea hasta el crujido final. Y déjame al mismo tiempo morder con fuerza tres de tus dedos, esos tres sucios dedos que has conseguido introducir en mi boca, y que muerdo a la altura de la segunda falange, sintiendo su jugo oscuro y dulce como una tumba bajar por mi  garganta, tumba que no te mereces porque es a la intemperie, aquí mismo, bajo este coche, donde va a pudrirse tu fenicia, microscópica, despreciable vida repleta de caspa.

     No costó gran cosa romper con todo. Salvo con A. Ella sí ofreció una resistencia efectiva, enquistada, salvaje. De alguna forma se las apañaba para mantener activas las constantes vitales del yo primitivo, sabía conectar con su frecuencia y le suministraba nutrientes con palabras clave, esotéricos abracadabras, piezas crípticas de un lenguaje oculto elaborado entre ambos en  los años de convivencia; burlaba los controles fronterizos con fardos repletos de recuerdos en común, efectivos como inyecciones de adrenalina; deslizaba, a través de la alambrada, valiosas dosis de suero emocional que llegaban misteriosamente a su objetivo, manteniendo con vida un fantasma cuyo tiempo había caducado. Sin embargo A. podía ganar batallas, pero tenía perdida la guerra. ¿A quién quería engañar con aquella actitud de amante incondicional? ¿Quién le había autorizado para  obligarme a vivir en su empalagosa balada italiana? ¿En virtud de qué podía tenerme encadenado? Al fin una noche, a los postres de una penosa cena en un restaurante italiano frente al viejo Museo de Bellas Artes, fue Míster Jai quien salió a escena: “Escúchame A.: me voy. Hemos sido libres para vivir juntos. Ahora, de forma libre, te digo adiós. Déjame en paz”. La reacción de A. fue la de una dictadora fascista, una sádica funcionaria de algún corrupto penal latinoamericano situado entre pantanos y caimanes, una experta en chantaje emocional. Abandonamos el restaurante en medio de una nube negra. Pero la discusión continuó en nuestro piso. A. se empeñaba en desplegar amenazas rastreras, deudas contraídas tan solo en su imaginación eran ahora reclamadas entre terribles insultos y golpes bajos. Y así, de pronto, la vi tal y como era. Y me estremecí al pensar que había compartido mi vida con  aquella basura , una gárgola egoísta dispuesta a torturarme con su presencia hasta el final de mis días. Me siguió por toda la casa, mientras yo intentaba reunir cuatro cosas para irme, documentación y poco más. Me siguió al baño, al despacho, a mi mesilla de noche y a la cocina, donde me imaginé cogiendo uno de aquellos cuchillos afilados y abriéndola en canal de un solo tajo, su sangre rociando los electrodomésticos, creando chorretones de rojo sobre blanco, un siniestro homenaje final a la camiseta del equipo de nuestros amores.

     En la solitaria recepción, el empleado, asombrosamente parecido a Fernando Esteso, a el último Fernando Esteso, ese pez globo de expresión pavorosamente etílica que se asoma de vez en cuando a los peores rincones de la pequeña pantalla, me dirige un brioso saludo de bienvenida, comprueba con un par de clics digitales la reserva en internet y me tiende al fin la llave plastificada de la 229, deseándome las buenas noches e indicándome la dirección del ascensor con el desparpajo nasal de una fantasía animada de ayer y hoy. Siento ese sabor óxido en la boca, una película pastosa envolviendo la lengua y el paladar. Con gran esfuerzo, consigo apartar de mi mente la tentadora idea de hacerle subir a la habitación con cualquier excusa para someterle a una sesión de tortura intensiva en la bañera.

     La 229 es funcional a más no poder, un desangelado cubo habitado por elementos mínimos e integrados, aunque, para ser del todo justo, he de decir también que cuenta con un sistema de luces indirectas que crean una atmósfera vagamente acogedora. Un amplio ventanal da a la parte trasera del hotel. Fisgoneando entre las cortinas puedo entrever una calle estrecha y destartalada que alumbran tres farolas anémicas y en la que se puede distinguir la fachada de un restaurante chino de nombre turbador: “La Gruta del Dragón Hambriento”. El temporal de nieve parece estar remitiendo en intensidad. Los copos, tras flotar un rato de acá para allá, luchan después, vanamente,  por enquistarse en el asfalto o sobre el techo de los coches aparcados. Mi móvil zumba y vibra en silencio, otra vez. Miro la pantalla. Está sobrecargada de signos informando de llamadas perdidas y mensajes de voz.

     Lleno la bañera de agua, en el espejo del lavabo descubro una mancha de sangre seca en mi labio inferior que hago desparecer con un clinex humedecido, luego dejo el equipaje sobre la cama y marco el número de recepción.  Oigo en la calle una sirena de policía. Contengo la respiración, pero pasa de largo. Todavía  tengo tiempo. Tiempo para algo más. Una última travesura. Le digo a Fernando Esteso que  he perdido las llaves de la maleta y que tengo problemas para abrirla. Me dice que ya se ha visto en esas, que no hay que preocuparse, que sube ahora mismo con la caja de herramientas. Le doy las gracias. Me parece un plan perfecto.

viernes, 3 de agosto de 2012

Carrusel

Se llama Chu Lo. El nombre se las trae, que se lo digan a él, pero nosotros no vamos a ser tan vulgares como todos esos capullos que, con una sonrisa maliciosa, le espetan "vale chaval, ¿y dónde están las putillas?".  Propongo, en cambio, que disfrutemos ahora mismo viendo con qué habilidad maneja su bicicleta entre el tráfico del atardecer bilbaíno, cómo se desliza por los pasillos de metal que trazan los coches, cómo esquiva a tanto peatón atontado. Chu Lo nació aquí y no ha estado nunca en China, ni ganas que tiene. Sabe castellano, inglés, euskera y mandarín a la perfección y cuando sus padres le hablan de Shangai siente lo mismo que sentiríamos tú o yo. O sea, un poquito de curiosidad rodeada de un océano de indiferencia. Chu Lo se siente vasco hasta la médula y estudia para médico al tiempo que ayuda a su familia en el restaurante. En este asunto, el del restaurante, lo que más le gusta es el reparto a domicilio, salir a pedalear por las calles de la ciudad, aunque tenga que discutir con su padre, que le prefiere en el comedor. Pero a veces le convence y lo consigue y luego viene el aire en la cara y ese cielo sobre su cabeza, así que tan contento. Es el caso de  este jueves por la tarde en que se dirige a Mazarredo zigzaguendo por el ensanche, con el aroma de un menú Cantón para tres personas elevándose desde la bolsa de plástico que lleva en la cestilla delantera y algo de Depeche Mode zumbando en el ipod.

El ipod es un regalo de Nekane. Nekane vive con su padre en la zona de Zabalburu. No tiene hermanos, así que viven solos. No os creáis que eso es algo fácil para ninguno de los dos. Más bien resulta peliagudo en muchos aspectos. Pero, bueno, se arreglan. Su madre murió hace tres años en un accidente de tráfico.  Iba en aquel autobús que volcó cerca de Laredo, ¿os acordáis? Seguro que no, y lo entiendo, porque pasan tantas desgracias que si no olvidáramos nos volveríamos locos, la verdad. Hay que borrar, borrar, borrar....El caso es que ahora Nekane trabaja de dependienta en una tienda de ropa de la Gran Vía. Es una tienda grande, pertenece a una de esas cadenas de precios económicos que se están comiendo el mundo.  Le encanta la moda y secretamente diseña trajes y accesorios en un enorme cuaderno de dibujo que esconde bajo el colchón y del que no ha dicho nada a nadie, ni siquiera a Chu Lo, porque es supersticiosa y piensa que si un sueño lo cuentas se rompe. Y ahora tiene un problema porque quiere poner todo eso en internet, sus creaciones, y no sabe si en una web o en un blog o qué porque ella no entiende mucho. Y, claro, quien le ayude no puede hacer preguntas, ni saber gran cosa del asunto porque si no...bueno, ya sabéis, lo de antes, que se rompe el sueño.  Con Chu lleva ya seis meses y medio. Nunca ha tenido una relación tan larga. Esta es su record personal. Sus amigas todavía le siguen preguntando cómo se lo hace un chino. Y cuando Nekane responde que como todos los demás ellas cantan a coro "pues vaya desastre". Y todas se ríen. Es como un juego. Pero eso sí, por nada del mundo les hablaría  a esas golfas de Richar. Al menos por ahora.

Richar es el segurata de la tienda. Si un día le ves y piensas en  una máquina de pesas no tienes que  preocuparte demasiado: le ocurre a todo el mundo. Vino de Burgos hace dos años. Quería poner tierra de por medio y a la primera oportunidad...¡zas¡: carretera y manta, y ongietorri Bilbao. Y aún le hubiera gustado irse más lejos. Pero no fue así, porque al poco de llegar conoció a Javi y fue un flechazo. Y ahora sé que muchos de vosotros estáis pensando: ¿flechazo? que te den tío, los flechazos no existen...pues os diré que estáis equivocados y que el flechazo existe aquí y en Liberia, para bien o para mal, que ahí no voy a entrar, y que si no os ha ocurrido nunca nada así es vuestro problema. El caso es que Richar y Javi llevan conviviendo desde carnavales en un piso alquilado por el Casco Viejo que es la mitad terraza al aire libre. Así que, en fin, ya véis lo que es la vida: ahí le tenemos, al Richar, con su uniforme, rodeado de niñas que suspiran por él; él, que lo único que quiere es estar en la puerta de la tienda con los brazos cruzados -y, a poder ser, con un rayito de sol dándole en la cara, si no es mucho pedir-, viendo circular los adonis que patean arriba y abajo la Gran Vía. Y claro, con tanto secreto y tanto desajuste en su vida pasa que el hombre se siente por dentro como una gaseosa agitada. En tensión. A punto de explotar como una granada de mano y poner perdida la fachada de la BBK de enfrente. Total  que Richar ha tomado la decisión de acabar con tanto estrés vital, abrir ventanas y armarios  y hacer correr la verdad en el curro, su verdad. Nekane le parece la más receptiva, desde el primer día hay un filin especial con ella, así que se ha propuesto encontrar un momento y hacerle la confidencia, tirarse a la piscina, contarle lo suyo, y luego las cosas rodarán por sí solas. Y que venga lo que venga, qué coño. Y ahora atención, fijaos y aprended porque esto es digno de admirar: a Richar tener todo este cacao en la cabeza no le ha impedido catalogar de sospechosa a aquella señora de verde que ahora entra en un probador. Todo un profesional, ¿que no?

Aurora entra en el probador de Zara víctima de "el impulso". No os creáis que lo hace tan campante, qué va: a pesar de los tranquilizantes que lleva encima le tiemblan las piernas, tiene palpitaciones, le cuesta respirar...Pero para ella, en este instante, es como si su vida entera dependiera de salir de la tienda con esa camisa escondida en el bolso. Y eso que  tiene dinero suficiente para pagar un camión de trapitos como éste. Aurora ya ha pasado por dos tratamientos. Ya sabéis de qué hablo: psicólogos hurgando en tus miedos, en tu vida vacía, en los afectos muertos y las culpas...una mierda, vaya. Y tras los tratamientos, llegaron las recaídas. Así que, dentro de lo que cabe, Aurora ya está resignada a soportar la palabra ladrona, la humillación  ante el resto de los clientes y todo lo que venga. Nada de eso le va a resultar nuevo. Ya conoce ese vía crucis y todas sus estaciones le son familiares. En el probador, un círculo de espejos la multiplica hasta el infinito, ve caras tensas,  ojos desorbitados, mil millones de Auroras asustadas mirándose entre sí con la camisa en una mano y el bolso en la otra. De pronto todas se mueven a un tiempo: la camisa va al bolso y una mano cierra la cremallera. Después, Aurora se da media vuelta y encara la cortina, respira hondo, se prepara como una actriz que va a salir al escenario y, justo entonces, ya véis qué cosas pasan, le suena el móvil. Así que, antes de nada,  tiene que descorrer la cremallera del bolso y cogerlo.

Lucía ha llamado a su madre por puro impulso. Los impulsos son la especialidad de la familia, ya os habréis dado cuenta. A veces les gustaría que no fuese así, pero al final ellos mandan. Lucía está saliendo por la puerta de un hospital de la periferia de Liverpool y las noticias que le han dado no son buenas. Y no me preguntéis más, basta con que sepáis esto: no, no son nada buenas. Y cuando hay médicos de por medio, las malas noticias pueden llegar a ser malas,  malas de verdad. Sólo pensarlo pone los pelos de punta. Así que ahí está Lucía caminando acera adelante con los informes de los análisis debajo del brazo y el móvil en la mano. Todavía está reciente la espantada de John - a quemarropa, sin anestesia, sorpresa cariño: me voy- y ahora esto...Vaya racha que lleva.  Pero no penséis ni por un momento que está llamando a su madre para contarle todo este rollo triste... No, no, qué va...Bastantes problemas tiene ella, su madre. Y Lucía la llama tan poco...Últimamente ha estado tan encerrada en sí misma...No. Creedme: quiere saber cómo está, sólo eso, y tambien quiere decirle que la espere esta navidad, que cogerá un avión y que estará en Bilbao en un plis plas y que no, que no necesita dinero y que ya verá, que las dos solas van a pasar una  nochebuena de cine y que se reirán como antes y que todo está bien, ama, todo está bien y que te quiero mucho y millones de besos que nos vemos muy pronto cuídate. Ya veis, todo lo que puede dar de sí un impulso.

En su probador, Aurora guarda el móvil en el bolso. En cuyo interior sigue la camisa que ahora recibe el impacto de dos lágrimas, una detrás de otra. La camisa...La saca y, con mucho cuidado, la deja colgada en la percha. Durante unos segundos hunde su cara en ella, siente su textura, su olor...y llora un poco más. En silencio. Luego respira tres veces, corre la cortina, sale a la tienda y echa a andar hacia la salida. Os podéis imaginar cómo lleva los ojos: rojos, rojos como Marte.

La señora  pasa ante Richar que, al verla, piensa que no es la misma de hace un rato. Es como si en el probador hubiera sufrido una metamorfosis. Su sexto sentido le dice ahora a Richar que ahí no hay peligro, así que cambia de idea sobre la marcha, y no la para, ni le dice que le enseñe el bolso y toda esa mierda... Para su alivio, los detectores no suenan cuando ella sale a la calle, así que mejor que mejor. Y como se está echando ya la hora de cierre, opta por coger al toro por los cuernos, se da media vuelta  y se dirige a Nekane, decidido a invitarla a un cafecito.


Nekane ve acercarse a Richar y flipa con lo del café y piensa si haber dicho sí  demasiado rápido no le habrá delatado un poquito. Pero bueno, a lo hecho, pecho. Y cuando en la cafetería  le cae encima toda la verdad, y nada más que la verdad,  del segurata no da crédito.  Ella, que se creía  un lince en este tipo de cosas. Pues ya ves... aquí, ni flores. Que no se ha koskao de nada, vaya. Porque, vamos a ver...el tío no tiene ni un miligramo de pluma...¿cómo iba a imaginar?..si hasta estaba convencida de que la miraba con...con... Es que es alucinante. Y aún con todo le gustaría seguir ahí hablando un rato más, porque está a gusto con él, pero es que ha quedado con Chu Lo. Y ya llega tarde.

Chu, por cuya sangre navegan genes de una paciencia milenaria, lleva un rato en las fuentes de la plaza Circular soportando estoicamente a un grupo inca o guaraní o cheyenne o lo que diablos sean tocando frente a él canciones deprimentes surgidas de la noche de los tiempos cuando, por fin, llega Nekane. La recibe con un kaixo y un beso en los labios. Y los dos se agarran de la mano y, perdiéndose entre la gente,  bajan hacia el Casco Viejo hablando de sus cosas.

Y justo en el centro del Puente del Arenal se cruzan contigo, que ni los ves.