jueves, 29 de mayo de 2014

Compararse a tí



Todo esto sucedió un sábado por la tarde y se gestó en las misteriosas entrañas del  televisor, mientras un atardecer naranja se aplastaba en los cristales de las ventanas de su habitación y ella esperaba a que sonara el teléfono para fijar la hora y el lugar del encuentro con sus amigos, bebiendo una cerveza a gollete con la parsimonia  de una novicia sufí sobre un desgastado sofá azul. Parecía el principio de un fin de semana más. Pero de pronto algo en la pantalla hizo que todo quedara en suspenso. El mundo dejó de girar. El universo de expandirse. El hielo de desplazarse en el Polo. Espacio y tiempo fueron devorados por el arranque de una canción, una nota monocorde, un conglomerado melódico de cuerdas y teclados que se prolongaba hasta un punto que a ella le pareció físicamente insoportable, allanando el terreno para la llegada, o, aún mejor, el advenimiento, de una voz de otro mundo. Nunca había sentido nada ni remotamente parecido. La canción era de una belleza lánguida, etérea, rotunda, incontestable, avanzaba como una trituradora emocional a pleno gas, una carga de seda explosiva estallando como por descuido en el centro del estómago con la fuerza de mil estrellas, cien mil galaxias, un millón de constelaciones. ¡Qué canción! Sus múltiples capas sonoras arañaban, mecían, sorbían, rasgaban los muros de su corazón con una efectividad diabólica. Era uno de esos golpes por sorpresa que te hace sentir que el mundo entero, su pasmosa fusión de esplendor y miseria, se agolpa en tu garganta, como un sapo grande y viscoso que se atora ahí, palpitante, y que no puedes tragar. Así que, en un intento desesperado por mantener el control, sintiendo que perdía el pie y la razón y que su centro de gravedad se disolvía por momentos en aquella explosión de belleza, clavó su mirada en la pantalla, donde el rostro más hermoso y arrebatador que había visto nunca le era mostrado en un plano fijo, a quemarropa, sin engaños, armado con cada gesto y cada mirada para robarle el oxígeno, la respiración y, de seguir así, si nada ni nadie era capaz de evitarlo, la vida.

          Cayó la botella con un último suspiro de blanca espuma sobre los cansados arabescos de la alfombra mientras la dulce estocada de las primeras frases la hería de muerte: “Han pasado siete horas y quince días desde que te llevaste tu amor”. Incapaz de moverse, dejó el teléfono sonar mientras sentía que en la sala todo se disolvía salvo el plano fijo de aquel rostro en la pantalla del televisor que lo invadía todo, las curvas craneales violentamente expuestas, los labios tan dulces y aquellos ojos como dos gigantescos planetas gemelos en torno a los que ahora están orbitando, contra su voluntad, sus sentimientos más profundos, los que ya creía olvidados, muertos y enterrados. “Desde que te fuiste puedo hacer lo que me dé la gana. Puedo estar con quien quiera. Puedo cenar en restaurantes finos. Pero nada, nada, puede quitarme esta tristeza. Porque nada, nada, puede compararse a ti”. Dejó el teléfono de sonar y la noche se adueñó del mundo sin que a ella le importara nada de todo eso, pues ahora vivía tan solo en la realidad paralela de aquella imagen, aquella cruel e inesperada imagen que parecía empeñada en abrir su cuerpo en canal con el puñal de cada sílaba. “Dime, cariño, ¿en qué me equivoqué? Me lanzo a los brazos de cada chico que veo, y lo único que consigo, es que me recuerden a ti”. Se ovilló, intentó ocupar el menor espacio posible en un intento infantil de minimizar daños, pero el sapo seguía allí, alimentándose del ritmo, de aquella suave cadencia y ni sus ojos ni su voluntad podían escapar del hechizo de aquella mirada, ni su alma evitar el fatal candado de aquellas frases. “Todas las flores que plantamos, cariño, todas se marchitaron cuando tú te fuiste. Sé que vivir contigo a veces era difícil, cariño, pero estoy dispuesta a intentarlo de nuevo. Porque nada puede compararse a ti, nada, nada puede compararse a ti”

          Y junto a la notas finales, mientras las lágrimas rodaban por el dulce rostro de Sinead O´Connor, sintiendo el sabor salado de las suyas propias, vio al sapo disolverse en el aire y supo de forma amarga que acababa de eliminar por fin al más insistente de sus fantasmas, y cuando volvió a sonar el teléfono quien descolgó era una persona nueva, más ingrávida y dispuesta a gozar que antes y, por encima de todo, una verdadera fan de la música irlandesa de por vida.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Queen




Esperas. Llevas más de dos horas estático, sin moverte para nada. En la muda pantalla de plasma colocada de forma inestable en lo alto de la pared que tienes  en frente, Leonardo di Caprio chapotea angustiado en las cada vez más inclinadas entrañas del Titanic. Está intentando abrir con un esfuerzo inhumano la puerta de uno de los camarotes cuando, a este lado de la realidad, en tu mundo real, oyes los pasos de la pareja sobre el enmoquetado pasillo color crema del hotel. Pasan junto a tu puerta y entran en la habitación de al lado. Tumbado como estás en la cama, te basta con alargar un poco el brazo para alcanzar el mando a distancia que está sobre la mesilla y apagar el televisor, en el que tan solo queda con vida un diminuto piloto carmesí, como un remoto planeta en llamas allí a lo lejos, en el otro extremo de la oscura galaxia que ahora te rodea y en la que te sientes flotar ingrávido convertido en un radar, un perverso y agudo receptor de los sonidos que te llegan a través de esa pared de papel que os separa a ti y a ellos, esa estancia vecina ahora repentinamente habitada donde sientes con toda nitidez que algo cae al suelo y oyes el chirrido espectral de una silla al ser arrastrada y un grifo que deja correr el agua en lo que te parece un tiempo   eterno. Es lo de siempre, el repertorio de gestos previsibles, la coreografía del prólogo sin sorpresas, una sinfonía que conoces nota a nota y de la que siempre te asombra su invariabilidad, la persistencia de cada uno de sus movimientos, la contundente ausencia de cualquier tipo de improvisación. Sabes que poco a poco se irá imponiendo un silencio absoluto del que irá surgiendo, al principio de una forma tenue y espaciada, y después haciendo de su presencia algo sólido, el golpeteo in crescendo del cabezal contra la pared, los lamentos rítmicos de un somier de hotel gastado en tantas y tantas batallas, los insistentes gemidos de ella cabalgando hacia el horizonte fosforescente de un placer primario habitado de espasmos y suspiros y uñas que arañan una y otra vez la tierra hasta crear un espacio confortable en el que finalmente penetra el clímax de él, que pisa cumbre al fin con un gruñido grave y simiesco que coincide con ese relámpago cegador, la descarga de luz que ilumina en cinco ruidosos segundos hasta el último rincón del universo.
      Será sólo entonces, cuando tras todo el estrépito un silencio sideral se haya adueñado del mundo, con el ritual ya concluido, el incienso consumido, las velas apagadas por una lluvia de sudor y  sal, será sólo entonces, sí, cuando enciendas la luz de la mesilla, te incorpores, salgas al pasillo y llames a su puerta, esa puerta vecina. Hará falta hacerlo más de una vez. Pero al fin él abrirá. Y lo hará vestido con unos pantalones cortos con aviones y aeroplanos estampados y una camiseta de Queen cubriéndole el torso. La misma camiseta que tú compraste en Camden unos meses atrás. La que le regalaste a ella en su último cumpleaños.