viernes, 20 de junio de 2014

Bruno en la tormenta



     Es el hijo de un amigo y hace un trabajo universitario sobre el ya cadáver mundo de los blogs. En medio de la entrevista, a la que contesto a través del móvil mientras observo desde mi ventana cómo los relámpagos cruzan de lado a lado el cielo urbano de este viernes de junio - el bochorno asesino de todo el día ha dado paso a feroces tormentas que han paralizado  las actuaciones del Azkena por seguridad de público y músicos- me pregunta quién es en realidad Bruno Pekín. Y me doy cuenta de que jamás me lo había planteado. Bruno Pekín, le digo improvisando, es…bueno… alguien…ingrávido, sí, y bastante cobarde, o en todo caso nada valiente, inconstante, muy inconstante, incapaz de compromisos profundos, bueno, ni superficiales tampoco, si hay que ser sinceros, volátil, radicalmente inútil para todo lo convencionalmente práctico y, eso sí, un superdotado de lo etéreo, el Barón Rojo de las chuminadas. No está casado, nitiene casa a su nombre (vive en perpetuo alquiler) , ni hijos, ni coche, ni trabajo, ni un traje con corbata, qué desastre, un DNI sí, y un pasaporte, por alguna parte, y grandísimos amigos, y amor, también.

     En realidad, Bruno Pekín es un caminante anónimo más, tirando a gris y muy discreto que vive en Bilbao, aunque en realidad lo que le gustaría es convertirse en El Hombre Enmascarado, el Fantasma, su héroe, el personaje cuyas aventuras sigue día tras día desde su más tierna infancia a través de las inconexas tiras del periódico local. Carece de un perro que se llame Diablo, pero igual que su ídolo, Bruno tiene dos anillos: uno con la calavera para marcar a los malos y el otro con el símbolo de la paz para marcar a los aliados.

     Y a estas alturas de su vida y de este blog... de MI vida y de este BLOG, le digo al estudiante, ha llegado la hora de utilizarlos.

sábado, 14 de junio de 2014

Neil Young: Memorias para olvidar.



          Editadas a todo lujo en pasta dura e incluyendo fotos inéditas del autor, estas recién publicadas memorias de Neil Young, carpetovetónicamente subtituladas “El Sueño de un Hippie”, son un incontestable y auténtico coñazo. No contento, al parecer, con que le debamos algunas de las páginas más vibrantes de la historia del rock, Neil no ha ahorrado esfuerzos ni reparado en gastos hasta conseguir un texto autobiográfico profundamente irritante, además de soporífero, frío, ególatra, caduco y petulante. Para empezar digamos que el lector, cuya salud mental ya empieza a flaquear desde el mismo prólogo, se ve obligado a luchar por su vida a través de las primeras sesenta páginas, en las que el bueno de Neil apenas habla de otra cosa que no sean sus dos grandes aficiones: los trenes eléctricos y los coches antiguos (dos cosas que a mí, gracias a Dios, me importan un carajo). Sólo tras conseguir superar ese inmisericorde bombardeo de chorradas es cuando podemos empezar a tropezarnos - eso sí, de forma dosificada, sin abusar- con la chicha que uno lleva tiempo esperando, digo yo, o sea, cosas como Crazy Horse o Harvest o Crosby, Stills y Nash o su visión sobre el circo del rock o el gobierno americano, yo que sé, cualquier cosa que no sea la gimoteante descripción de un Cadillac Eldorado de los cincuenta o los sofocos de madre priora ante una caja marrón que contiene una miniatura fabricada en China de una tal locomotora Houston , por el amor de Diosssss... Cuando por fin, como iba diciendo, Neil se rebaja a abordar temas terrenales y proporcionar un poco de alpiste a esa chusma sin gusto ni fundamento que sólo espera algún txaskarrillo suavemente picante sobre esos nombres y caras del mundo musical que le suenan o algunas cosillas sobre la trastienda de las giras o sobre las tripas de alguno de sus 52 álbumes publicados, cuando por fin pisa esa zona, digo, lo hace con un estilo narrativo contundente, más próximo a una trepanación sin anestesia y por sorpresa del maltrecho lector que a cualquier forma conocida de narración literaria; es entonces cuando el autor (Mr. Young) consigue hacer volar muy alto a su ya inconfundible estilo, rico en pulidas frases de una idiotez tan profunda, cruda y descarnada que quedas bizco y con la boca abierta y las amígdalas aplaudiendo de pura admiración. Y cuando crees que ya se ha tocado fondo, pues no, qué va, esas frases consiguen trenzarse y combinar armónicamente con una batería de conceptos pseudofilosóficos de jardín de infancia expuestos sin pestañear, envueltos en una seriedad conventual y vendidos como el fruto de décadas de meditación del genio que firma alegremente este rocoso pestiño sin fisuras. Una gozada.

          Ay, Neil, Neil. Qué decepción. Pero no importa. Se me pasará el enfado y volveré a “Zuma” y a “After the Gold Rush” y al “Psychedellic Pill”. Que es lo tuyo, colega. Pero respecto a tus escritos…ni uno más. Prefiero, si no te importa, unos palillos entre las uñas. O la bota Malaya.

miércoles, 11 de junio de 2014

La mejor canción



Durante un tiempo adoré a The Moody Blues. No entendía sus letras, pero los títulos de las canciones y las retorcidamente filosóficas portadas de sus discos conectaban con el abismado, pedantesco, ególatra adolescente en que me había convertido (y ahora que lo pienso, ay, ay, ay, ¿y si no he cambiado gran cosa?). Tenía catorce, quince años. ¿Cómo no iba a compadrear con los Moody? Flechazo. Simplemente, les adopté, me adoptaron, nos entendimos. Para mí, aquellos ingleses rezumaban profundidad, misterio y elegancia en dosis generosas. Los escuchaba en un vetusto tocadiscos Dual, sin tregua ni descanso, una y otra vez, posando la punta de zafiro de la aguja con delicadeza zen en el borde exterior del disco y dejándome arrastrar después por aquella espiral mágica que me sumergía heroico y solitario, con toda la vida por delante, en el mundo Moody.

Pues bien, y atentos porque aquí viene lo bueno, el tocino, lo que os va a poner de mi lado o frente a mí: os puedo jurar que en la actualidad, a pesar de haber transcurrido tantas lunas desde aquello, bastan tres acordes de una canción de los Moody (pueden sonar en el BBV o El Corte Inglés, probablemente pertenecerán a la analgésica “Noches de Blanco Satén”, de 1967, la canción que sobrevive al tiempo y los cataclismos, su estandarte, ¡oh, el amor, esas noches tan blancas!) bastan unos acordes, decía, para que se produzca el hechizo y vuelva a encarnarme en aquel adolescente. A mi alrededor renacen la misma habitación donde me enclaustraba, la televisión de blanco y negro sonando al otro lado de la pared, el tic-tac del viejo despertador preindustrial, el olor del líquido limpiamuebles … No es que lo recuerde o lo reviva. No. Es más que eso. Mucho más. ¡Vuelvo a estar allí! Nada de magdalenas: es un fenómeno paranormal en toda regla. Esa magia, esa repentina fractura del espacio-tiempo,  en mi caso sólo puede venir de la mano de las canciones.

No hay un guión predeterminado. Pero sí algunas pautas más o menos estables. Suena una canción y, como les sucedía a los protagonistas de “El Túnel del Tiempo”, me veo absorbido por una fuerza superior que me arranca del lugar en que estoy (la sala de espera del dentista, la tasca de la esquina, un supermercado…), me zarandea en el aire y me escupe en otra época de mi vida. Así, suena el “Close to you” de The Carpenters y ¡zas!: soy un niño sentado, poco antes de comer, sobre las baldosas calientes de una vieja- pero vieja, vieja, ni os imagináis cuanto- cocina. El balcón, que da a un patio salvaje con perros paranoicos y una sucia higuera barroca y gigantesca cuyas ramas, si me estiro, puedo tocar, está abierto y entra un sol radiante, mi madre trajina en los fogones de la chapa de carbón y tengo delante un grueso escarabajo de colores asombrosos que ha llegado volando y se arrastra por el suelo bajo esa intensa luz que nos baña. Y los Carpenters suenan en el transistor que está sobre la nevera. ¿Qué hizo que esta situación quedara grabada de una forma tan nítida? ¿Dónde está el engranaje que conecta para siempre esa cocina soleada y el “Close to You”? No tengo ni idea. ¿Hay algún psicoanalista en la sala? Si lo hay que no se acerque.

Lo que sí tengo claro es que son las canciones las que nos eligen. Ese es su poder: son diabólicamente capaces de tocar teclas de ti mismo cuya existencia tú mismo desconoces. Se te van pegando al cuerpo sin previo aviso según avanzas por la vida y para cuando te das cuenta ya eres Moby Dick deambulando océano arriba y océano abajo con el lomo convertido en un collage de arpones sonoros milenarios, estribillos tatuados y próceres del ritmo. Sacúdete lo que quieras que ahí siguen y ahí van a seguir. Van contigo, se han sumado a la fiesta y no hay nada más que hablar. Son, en realidad, una vocinglera y variopinta pandilla compuesta en mi caso por nombres como Iggy Pop, Louis Armstrong, Mari Trini, Rachmaninov, Sufjan Stevens, Los Pop Tops, Los Chimberos, Kate Bush, Dizzy Guillespie, Gipsy Kings, Beck, T. Rex, Txomin Artola, José Feliciano, The Psychedelic Furs, La Misa Criolla, la Orquesta de Paul Mauriat, Understones, The Cure, La Quinta Reserva, Silvio Rodriguez, Coldplay, Deep Purple, Joe Hisashi, la ELO, Lorenzo Santamaría, Uriah Heep, Badfinger, Sex Pistols, Los Chunguitos, Satie, Grease (Soundtrack), Tangerine Dream, Cudly Toys, Nacha Pop, Zarama, Creedence, Sisa, Wings, Elisa Serna, Bloque, The Smashing Pumpkins, Storm, Demis Russos, Sabrina, Deep Purple, Manzanita, Guess Who, Suede, Los Barbis, Pat Metheny, Bee Gees y tantos otros. Todos y cada uno de ellos es especial por algo. Un tracklist existencial. Portales a otra dimensión. Rectas autopistas o caminos sombríos hacia amores perdidos o presentes. Pasadizos secretos a los grandes momentos de la historia de la amistad. Conjuros que resucitan caras, gestos y voces que ya no están. Tambores lejanos emboscados en la jungla diaria (una radio que suena en el patio, un bar al azar, un coche que se detiene en el semáforo con las ventanas bajadas, el fondo de un anuncio televisivo…) y que me hacen temblar, reír, llorar, gritar. Dardos dirigidos a mi estado de ánimo que sólo yo sé el precio que pago simplemente por citarlos. Así es y así debe ser. Y aquí los llevo, pegados a la piel. Para bien y para mal somos un equipo y viajamos juntos mientras haya mar por delante y dure esta aventura. Y esta es la mejor de las canciones.








martes, 10 de junio de 2014

¡¡BOOM!!



     El café de media tarde viene en un vaso de plástico reblandecido que un becario gris deposita sin decir palabra sobre la amable superficie de mi mesa, un rutinario escritorio individual de color hueso surgido de las factorías globales de Ikea con tres cajones alineados donde conviven amontonadas y radicalmente inactivas agendas de varios años idénticas entre sí con el anagrama de la empresa tatuado a relieve en sus tapas de color azul tristeza profunda; junto a ellas, esparcidas aquí y allá, hay también tarjetas de visita de distintos tamaños y con supuestamente imaginativos diseños para vomitar del susto  junto a  cinco rotuladores de punta fina en avanzadas fases de secado interno y una grapadora de cuerpo plateado obstinadamente atascada desde, digamos, la batalla del Ebro o así. Toda la oficina desprende ese furioso aroma minimalista tan en boga hoy en día con el que hacen juego a las mil maravillas los espongiformes cerebros de la docena de esclavos que aquí representamos,  entre paredes adornadas con afiches de series muertas y documentales olvidados la torpe, heroica, miserable tragicomedia a la que llamamos trabajo y que, como empieza a ocurrirnos con la vida en general, ya no nos exige en absoluto ni sangre, ni sudor, ni lágrimas, sino algo mucho más difícil: una titánica, descomunal fuerza de voluntad para refrenar el impulso de lanzarnos por esa ventana que tengo enfrente de puro aburrimiento.

          Producciones Orson, nombre y marca registrada de este ente empresarial, se mueve en el exigente circo de tres pistas del negocio televisivo con la agilidad del cadáver de un sapo aplastado por las ruedas de un tráiler sobre el asfalto hirviente de una carretera recta, desnuda e infinita en el desierto de Nuevo Méjico. A través de los años, esta sociedad anónima audiovisual, gracias sin duda alguna al prodigioso olfato de El Buana, nuestro dios y patrón, para nutrir a los sucesivos equipos de trabajo con los mayores inütiles de la profesión, ha ido malgastando una tras otra las cataratas de nutritiva leche que le caían de la teta institucional en forma de programas de alto presupuesto adjudicados por puro amiguismo hasta llegar al aciago momento actual, en que el indisimulable rosario de fracasos ha ido secando fuentes, agitando sospechas y ensombreciendo contactos , consiguiendo que el despreocupado ambiente de rumba y palmas de los inicios haya ido dando paso poco a poco a esta marcha fúnebre en toda regla.

          Conscientes de todo ello, empapados de esta atmósfera que a todas luces es la antesala de uno de esos escalofriantes reinados del terror en los que la bestia capitalista escupe fuego y ruedan   cabezas asalariadas por doquier, los esclavos de esta plantación bombardeamos con clandestinos  golpes de teclado los rincones más activos de la galaxia corporativa de los medios de comunicación con currículums inmoralmente maquillados con la esperanza de recibir una respuesta, una señal de vida de alguna raza inteligente y generosa que reaccione a las bengalas de auxilio y flote un contrato laboral que nos rescate de este barco que se hunde y nos transporte a un lugar más seguro, un planeta vecino, o no, en el que las series cómicas y dramáticas broten frescas del suelo, los concursos cuelguen jugosos de las ramas de los árboles  y los realitys lluevan del cielo.

Pero por ahora, hasta que ese sueño se cumpla, el modelo relacional que impera en Orson SL es el de sálvese quien pueda. Toca morder, arañar, trampear, apuñalar por la espalda, pisar cuerpos con el fin de  asegurarse un puesto en el bote salvavidas. Un trago amargo para cualquiera, claro que sí, pero un trago que hay que asumir con madurez y hacer frente como adultos que somos, todo sea por el bienestar de los hijos, por un futuro zombi, por una casa más grande y con plasma tridi o por el tan merecido relax anual de aguas translúcidas y esclavas morenas acercándonos margaritas bajo la luz diamantina de la Riviera Maya, ¿qué más da? Así que ahora, en esta oficina, sobre la superficie de su suelo técnico estratificado color haya, bajo el falso cielo de su techo fonoabsorbente, todos nos movemos con una cautela extrema temerosos de perder el salvoconducto a esos modos de vida. Nos controlamos mutuamente como guerreros kung fu en plena faena. Andamos de puntillas como mangostas al acecho. Los diálogos arrancan con desgana y se desvanecen sin tiempo a coagular en nada sólido por miedo a dar bazas al adversario, a que cualquier frase esconda una trampa letal, un caballo de Troya con su interior cargado de mercenarios dispuestos al saqueo, la violación, el asesinato. Las conversaciones con el mundo exterior a través de los móviles se han vuelto oscuros susurros y se liquidan a golpe de tensos monosílabos que constituyen la banda sonora de atardeceres como éste de nubes color calabaza en que, parapetados tras estas criminales pantallas líquidas de baja resolución, tecleamos sigilosos y empapados en sudor frío direcciones enemigas en el correo electrónico.

          Y en eso estamos, pobres idiotas, cuando con un crujido seco y potente todo se viene abajo.


domingo, 1 de junio de 2014

Young



        
       Vive de alquiler en el último piso de un edificio de cinco alturas construido en 1904 en cuya fachada destacan alargados balcones con gruesas barandas de una madera compacta, rojiza y gastada y unas ventanas ovaladas de doble hoja que, vistas desde cierta distancia, simulan los ojos de un ave de presa. Ese balcón ha sido hasta hoy su parte favorita de la casa. O mejor, del mundo. A menudo ha pensado que si cada uno tenemos un lugar en el universo, el suyo es éste en el que ahora se encuentra. El balcón tiene dos puertas y comunica las dos habitaciones exteriores y es, sobre todo, un palco privilegiado con vistas a un espectáculo único. Más allá de la ruidosa fábrica de vidrio de ahí debajo, al otro lado de la ría de aguas fosforescentes que corre de un lado a otro de su encuadre visual, explota un caótico enjambre de edificios de exuberancia vertical, prácticamente amontonados unos sobre otros, tan sólo sutilmente separados por los trazos punteados de las luces amarillentas del alumbrado público que, a la distancia a la que se encuentra, definen a la perfección las venas del laberinto: los estrechos caminos entre las masas de cemento y ladrillo, la anatomía alargada o circular de sus calles principales, plazas y terrazas. Es la divina, agridulce, vertiginosa Margen Izquierda. Ahí está escrita su vida.

          Sentado en una pequeña banqueta blanca de madera, con la espalda apoyada en la pared de la fachada que aún conserva parte del calor absorbido en el día, acompañado tan sólo por las notas de la cara B del viejo “After the Gold Rush” de Neil Young que ahora gira en el tocadiscos dentro de la casa, contempla por última vez la inmensidad de lo que le rodea intentando memorizar los detalles. Frente a él,  se encadenan los laberintos urbanos de Barakus, Sestus, y Portus Gali y más allá, perdiéndose a su derecha y saliendo ya al mar,  bajo la gigantesca mole oscura de El Castillo, puede ver cómo se van encendiendo las luces del puerto de Santur. Bílbilis, la capital de la Comarca, está algo más allá, a su izquierda, ría arriba, fuera de su vista. Cae la noche, cientos de ventanas empiezan a iluminarse y el cielo está colapsado por gigantescas nubes de aspecto bulboso semejantes en color y textura a las setas que hace tiempo recogía con su padre. Bajo esa bóveda ocre y solemne hay dos helicópteros cruzando el aire, el sonido de sus aspas le llega  tenue, mezclado con sirenas policiales y gemidos metálicos que es incapaz de clasificar. Perezosas columnas de humo son atravesadas por bandadas de pájaros carmesís bajo la luz del crepúsculo que rasean una y otra vez a velocidad supersónica la superficie achocolatada de la ría en busca de alimento. 
            El último acorde de “Cripple Creek Ferry” pone punto final al disco y eso le devuelve a la realidad. Se incorpora, y antes de dar media vuelta y entrar en la casa mira al frente y susurra “hasta siempre”. Y el magma de cemento, luz, aire y piel le desea suerte en tres segundos asombrosos con el guiño de sus luces, los reflejos del agua y el graznido de mil gaviotas.  Sólo entonces coge la maleta y se va.