Estamos en un piso que no conozco, celebrando un cumpleaños,
nadie sabe decirme de quién. La fiesta
está en su apogeo. Ahora mismo, la atracción principal la constituye Bakunin, un gato tuerto que, atrincherado bajo una cama, defiende una de sus siete
vidas frente a dos borrachos armados de escoba y fregona. Hay risas histéricas,
pupilas dilatadas y vasos preñados de colillas flotantes abandonados por todas
partes.
A una hora imprecisa se acaba la cerveza y me ofrezco expedicionario
voluntario. Hay alguien que me grazna indicaciones a quemarropa. Tú sales, ¿vale?, y te dejas caer, tres calles, o cuatro, no sé, luego a la izquierda
y otras tres, bueno, más o menos… y ahí,
lo vas a ver, bar los hermanos, dice, no hay pérdida.
En el espacio exterior, abandonada la ruidosa nave nodriza, la acera
parece rodar bajo mis pies. Estoy hecho de helio, floto calle abajo, soy un espectro
alegre en la noche urbana con una misión
que cumplir. Desciendo unas escaleras de piedra, desiguales y oscuras, y tras doblar mil
esquinas que siempre parecen la misma doy con el bar, que huele a lejía, tabaco
negro y tortilla recalentada y en el que
un puñado de obreros de turnos distintos ingieren café y alcohol bajo los jadeos de un video
porno. Salgo de allí con una docena de latas de cerveza repartidas en dos
bolsas de plástico. Y entonces, solo entonces,
caigo en la cuenta de que no tengo ni la más remota idea de dónde estoy. Y de que volver a la fiesta, aunque lo
intente, va a resultar imposible. La idea me paraliza.
Justo en ese instante las asas de una de las
bolsas se desgarran y seis latas de Voll-Damm caen al suelo y empiezan a rodar
cuesta abajo. Una de ellas gana el centro de la calzada y empieza a coger más y
más velocidad. De algún lado surge como una flecha un enorme pastor alemán
que la persigue y, tras lanzar dos dentelladas fallidas, acierta de pleno con
una tercera. La muerde, la eleva y la agita con rabia entre sus mandíbulas y la
lata estalla y chorros de espuma blanca y dorada surgen con fuerza en todas direcciones dibujando
un abanico perfecto bajo la claridad lechosa del amanecer.
Yo estoy hipnotizado por la escena, lo que no me impide sentir
a mis espaldas el chirrido sepulcral de
la puerta del Bar Los Hermanos y la voz aguardentosa del parroquiano que acaba
de salir y que, a mi lado, viendo todo aquello, murmura con tono fúnebre:
-¡Qué desperdicio!
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