Esperas. Llevas más de dos horas estático, sin moverte para
nada. En la muda pantalla de plasma colocada de forma inestable en lo alto de
la pared que tienes en frente, Leonardo
di Caprio chapotea angustiado en las cada vez más inclinadas entrañas del Titanic.
Está intentando abrir con un esfuerzo inhumano la puerta de uno de los
camarotes cuando, a este lado de la realidad, en tu mundo real, oyes los pasos de
la pareja sobre el enmoquetado pasillo color crema del hotel. Pasan junto a tu
puerta y entran en la habitación de al lado. Tumbado como estás en la cama, te
basta con alargar un poco el brazo para alcanzar el mando a distancia que está
sobre la mesilla y apagar el televisor, en el que tan solo queda con vida un
diminuto piloto carmesí, como un remoto planeta en llamas allí a lo lejos,
en el otro extremo de la oscura galaxia que ahora te rodea y en la que te
sientes flotar ingrávido convertido en un radar, un perverso y agudo receptor
de los sonidos que te llegan a través de esa pared de papel que os separa a ti
y a ellos, esa estancia vecina ahora repentinamente habitada donde sientes con
toda nitidez que algo cae al suelo y oyes el chirrido espectral de una silla al
ser arrastrada y un grifo que deja correr el agua en lo que te parece un tiempo
eterno. Es lo de siempre, el repertorio
de gestos previsibles, la coreografía del prólogo sin sorpresas, una sinfonía
que conoces nota a nota y de la que siempre te asombra su invariabilidad, la
persistencia de cada uno de sus movimientos, la contundente ausencia de
cualquier tipo de improvisación. Sabes que poco a poco se irá imponiendo un
silencio absoluto del que irá surgiendo, al principio de una forma tenue y espaciada,
y después haciendo de su presencia algo sólido, el golpeteo in crescendo del
cabezal contra la pared, los lamentos rítmicos de un somier de hotel gastado en tantas y
tantas batallas, los insistentes gemidos de ella cabalgando hacia el horizonte fosforescente
de un placer primario habitado de espasmos y suspiros y uñas que arañan una y
otra vez la tierra hasta crear un espacio confortable en el que finalmente
penetra el clímax de él, que pisa cumbre al fin con un gruñido grave y simiesco que coincide
con ese relámpago cegador, la descarga de luz que ilumina en cinco ruidosos segundos
hasta el último rincón del universo.
Será sólo entonces, cuando tras todo el estrépito un silencio
sideral se haya adueñado del mundo, con el ritual ya concluido, el incienso consumido, las velas apagadas por una lluvia de sudor y sal, será sólo entonces, sí,
cuando enciendas la luz de la mesilla, te incorpores, salgas al pasillo y
llames a su puerta, esa puerta vecina. Hará falta hacerlo más de una vez. Pero al fin él abrirá. Y
lo hará vestido con unos pantalones cortos con aviones y aeroplanos estampados
y una camiseta de Queen cubriéndole el torso. La misma camiseta que tú compraste
en Camden unos meses atrás. La que le regalaste a ella en su último cumpleaños.
3 comentarios:
Muy bueno. Pero...
¿Le ha pasado varias veces?
Pues... puede que sí (cada tarde-noche de los jueves desde hace aproximadamente tres meses), puede que no (los gestos de la infidelidad le son tan familiares...) y hasta puede que tal vez (!!). Se lo pregunto en cuanto le vea.
Justo lo que esperaba. Insisto. Muy bueno
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