Dicen que Telmo Basarrate ya salió del vientre de su madre
vestido del Athletic de Bilbao. Su infancia transcurrió con normalidad hasta
que un día, cuando contaba la edad de nueve años, se escapó de su casa paterna
en Santutxu para presentarse en las instalaciones deportivas de Lezama y dejar boquiabiertos
a los sabios del club rojiblanco con una charla sobre estrategia de juego. Fue
una revelación. Poco tiempo después arrancaba su exitosa carrera como
entrenador. Lo hizo desde las categorías más bajas. Y estuvo llena de momentos
excepcionales. Un día, los alevines pudieron ver a Telmo convertir con un simple gesto los
habituales bocadillos de mortadela del entrenamiento en deliciosas cheese-burgers.
En otra ocasión, con gran asombro, los cadetes le vieron caminar sobre las
aguas de la ría de Plentzia para recuperar un balón caído. Dos temporadas más
tarde, cuando en un partido oficial la estrella de los juveniles sufrió una
dolorosa rotura de tibia y peroné, Telmo se acercó hasta él: “levántate y juega”, le dijo. El delantero se
incorporó y todavía pudo marcar tres goles. Y así, triunfo tras triunfo, Telmo llegó
a entrenador del primer equipo, al que llevó a conseguir todos los títulos
posibles. Las vitrinas del club no daban a basto. Telmo se convirtió en un dios.
Tenía toda Bizkaia rendida a sus pies.
Pero un día uno de sus jugadores traicionó su confianza y destapó
las conversaciones con el Real Madrid. A partir de ahí la hinchada hizo de la vida
de Telmo un vía crucis. Y cuando finalmente aceptó la propuesta del club
merengue, la prensa bilbaina le crucificó sin piedad. Aún era joven. Acababa de
cumplir 33 años.
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