Somos siete, embutidos en un Renault Twingo de primera
generación. Hay nucas pegadas al techo, rodillas aplastadas, columnas
crujientes y cuerpos en fusión.
Rodamos por la margen izquierda del Nervión a una velocidad considerable con el
“Ashes to Ashes” de Bowie atronando sin piedad en los altavoces. “Nunca he
hecho cosas buenas/nunca he hecho cosas malas/nunca he hecho nada fuera de lo
normal/quiero un hacha para romper el hielo”, canta el duque. Voy sentado
atrás, tras el copiloto, la sien derecha pegada a la ventana y alguien bailando
sobre mis muslos. Un alguien femenino que huele a tabaco, menta y pachuli. Fuera,
las taciturnas farolas de la carretera de Sestao se inclinan para hacernos un pasillo triunfal.
Con ráfagas simétricas de una luz amarillenta escanean el interior del coche y marcan
el paso del tiempo. Zas-tic-tac, zas-tic-tac. El tiempo vuela, sí, como un buitre obsceno, como una urraca ladrona,
como un jilguero traidor, vuela. Alguien dice que Louis
Renault, padre remoto del ingenio que nos transporta, había muerto en la cárcel
al final de la guerra mundial, que le habían detenido por colaborar con los
nazis, por proporcionarles maquinaria, que lo había visto en un documental. Superpuesta,
una segunda voz proclama, entre toses, que de Bowie no le gusta nada desde el ziguiestardus, y un tercero pregunta si alguien sabe a dónde vamos. Todo esto
sucede a principios de los noventa. Antes de la Edad del Móvil. Antes de la
Dictadura del Euro. Antes de Tanta Chorrada. Es una noche de invierno, entre
semana, y no hay circulación. La carretera es nuestra.
-¡¡Ostia!!
El frenazo nos impulsa a todos hacia adelante y hacia atrás.
El coche se detiene en seco. Y nos quedamos mudos de asombro por lo que vemos
ahí delante, en medio de la carretera, bajo el sirimiri. Como arrancado de una página
mitológica, iluminado implacablemente por los focos del automóvil , el tigre nos clava una mirada serena antes de desaparecer con dos saltos perfectos rumbo a
los pabellones desiertos de los Altos Hornos.
Nos llevó años entenderlo. El tigre estaba allí para
anunciar el final de nuestra inocencia. Estábamos cruzando una frontera. Y ya
nunca volvimos a ser los mismos.
1 comentario:
Dolorosamente cierto.
Te felicito,hacia tiempo que no leia algo tan bueno como lo que has escrito.
Lo leï hace unos dias y desde entonces no me quito de la cabeza ese tigre invernal saltando en el sirimiri.
Hoy,ahora,he vuelto a releerte y al hacerlo,la mezcla de nostalgia,tristeza e identificacion se ha vuelto a producir.
De nuevo,felicitarte.
Un saludo.
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