El café de media tarde viene en
un vaso de plástico reblandecido que un becario gris deposita sin decir palabra
sobre la amable superficie de mi mesa, un rutinario escritorio individual de
color hueso surgido de las factorías globales de Ikea con tres cajones
alineados donde conviven amontonadas y radicalmente inactivas agendas de varios
años idénticas entre sí con el anagrama de la empresa tatuado a relieve en sus
tapas de color azul tristeza profunda; junto a ellas, esparcidas aquí y allá, hay
también tarjetas de visita de distintos tamaños y con supuestamente
imaginativos diseños para vomitar del susto junto a cinco rotuladores de punta fina en avanzadas
fases de secado interno y una grapadora de cuerpo plateado obstinadamente atascada
desde, digamos, la batalla del Ebro o así. Toda la oficina desprende ese furioso
aroma minimalista tan en boga hoy en día con el que hacen juego a las mil
maravillas los espongiformes cerebros de la docena de esclavos que aquí representamos,
entre paredes adornadas con afiches de
series muertas y documentales olvidados la torpe, heroica, miserable tragicomedia
a la que llamamos trabajo y que, como empieza a ocurrirnos con la vida en
general, ya no nos exige en absoluto ni sangre, ni sudor, ni lágrimas, sino
algo mucho más difícil: una titánica, descomunal fuerza de voluntad para
refrenar el impulso de lanzarnos por esa ventana que tengo enfrente de puro
aburrimiento.
Producciones Orson, nombre y
marca registrada de este ente empresarial, se mueve en el exigente circo de
tres pistas del negocio televisivo con la agilidad del cadáver de un sapo aplastado por las ruedas de un tráiler sobre
el asfalto hirviente de una carretera recta, desnuda e infinita en el desierto
de Nuevo Méjico. A través de los años, esta sociedad anónima audiovisual,
gracias sin duda alguna al prodigioso olfato de El Buana, nuestro dios y
patrón, para nutrir a los sucesivos equipos de trabajo con los
mayores inütiles de la profesión, ha ido malgastando una tras otra las
cataratas de nutritiva leche que le caían de la teta institucional en forma de
programas de alto presupuesto adjudicados por puro amiguismo hasta llegar al aciago
momento actual, en que el indisimulable rosario de fracasos ha ido secando fuentes,
agitando sospechas y ensombreciendo contactos , consiguiendo que el despreocupado ambiente de rumba y palmas de los inicios haya ido dando paso poco a poco a esta marcha fúnebre en toda regla.
Conscientes de todo ello, empapados
de esta atmósfera que a todas luces es la antesala de uno de esos
escalofriantes reinados del terror en los que la bestia capitalista escupe
fuego y ruedan cabezas asalariadas por doquier, los esclavos de
esta plantación bombardeamos con clandestinos golpes de teclado los rincones más activos de
la galaxia corporativa de los medios de comunicación con currículums inmoralmente
maquillados con la esperanza de recibir una respuesta, una señal de vida de alguna
raza inteligente y generosa que reaccione a las bengalas de auxilio y flote un
contrato laboral que nos rescate de este barco que se hunde y nos
transporte a un lugar más seguro, un planeta vecino, o no, en el
que las series cómicas y dramáticas broten frescas del suelo, los concursos
cuelguen jugosos de las ramas de los árboles y los realitys lluevan del cielo.
Pero por ahora, hasta que ese
sueño se cumpla, el modelo relacional que impera en Orson SL es el de sálvese
quien pueda. Toca morder, arañar, trampear, apuñalar por la espalda, pisar cuerpos
con el fin de asegurarse un puesto en el
bote salvavidas. Un trago amargo para cualquiera, claro que sí, pero un trago
que hay que asumir con madurez y hacer frente como adultos que somos, todo
sea por el bienestar de los hijos, por un futuro zombi, por una casa más grande y
con plasma tridi o por el tan merecido relax anual de aguas translúcidas
y esclavas morenas acercándonos margaritas bajo la luz diamantina de la Riviera
Maya, ¿qué más da? Así que ahora, en esta oficina, sobre la superficie de su
suelo técnico estratificado color haya, bajo el falso cielo de su techo
fonoabsorbente, todos nos movemos con una cautela extrema temerosos de perder
el salvoconducto a esos modos de vida. Nos controlamos mutuamente como
guerreros kung fu en plena faena. Andamos de puntillas como mangostas al acecho.
Los diálogos arrancan con desgana y se desvanecen sin tiempo a coagular en nada
sólido por miedo a dar bazas al adversario, a que cualquier frase esconda una
trampa letal, un caballo de Troya con su interior cargado de mercenarios dispuestos
al saqueo, la violación, el asesinato. Las conversaciones con el mundo exterior
a través de los móviles se han vuelto oscuros susurros y se liquidan a golpe de
tensos monosílabos que constituyen la banda sonora de atardeceres como éste de nubes
color calabaza en que, parapetados tras estas criminales pantallas líquidas de
baja resolución, tecleamos sigilosos y empapados en sudor frío direcciones
enemigas en el correo electrónico.
Y en eso estamos, pobres idiotas,
cuando con un crujido seco y potente todo se viene abajo.
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