Vive de alquiler en el último piso de un edificio de cinco alturas construido en 1904 en cuya fachada destacan alargados balcones con gruesas barandas de una madera compacta, rojiza y gastada y unas ventanas ovaladas de doble hoja que, vistas desde cierta distancia, simulan los ojos de un ave de presa. Ese balcón ha sido hasta hoy su parte favorita de la casa. O mejor, del mundo. A menudo ha pensado que si cada uno tenemos un lugar en el universo, el suyo es éste en el que ahora se encuentra. El balcón tiene dos puertas y comunica las dos habitaciones exteriores y es, sobre todo, un palco privilegiado con vistas a un espectáculo único. Más allá de la ruidosa fábrica de vidrio de ahí debajo, al otro lado de la ría de aguas fosforescentes que corre de un lado a otro de su encuadre visual, explota un caótico enjambre de edificios de exuberancia vertical, prácticamente amontonados unos sobre otros, tan sólo sutilmente separados por los trazos punteados de las luces amarillentas del alumbrado público que, a la distancia a la que se encuentra, definen a la perfección las venas del laberinto: los estrechos caminos entre las masas de cemento y ladrillo, la anatomía alargada o circular de sus calles principales, plazas y terrazas. Es la divina, agridulce, vertiginosa Margen Izquierda. Ahí está escrita su vida.
Sentado en una pequeña banqueta
blanca de madera, con la espalda apoyada en la pared de la fachada que aún
conserva parte del calor absorbido en el día, acompañado tan sólo por las notas
de la cara B del viejo “After the Gold Rush” de Neil Young que ahora gira en el
tocadiscos dentro de la casa, contempla por última vez la inmensidad de lo que
le rodea intentando memorizar los detalles. Frente a él, se encadenan los laberintos urbanos de
Barakus, Sestus, y Portus Gali y más allá, perdiéndose a su derecha y saliendo ya
al mar, bajo la gigantesca mole oscura de
El Castillo, puede ver cómo se van encendiendo las luces del puerto de Santur. Bílbilis,
la capital de la Comarca, está algo más allá, a su izquierda, ría arriba, fuera
de su vista. Cae la noche, cientos de ventanas empiezan a iluminarse y el cielo
está colapsado por gigantescas nubes de aspecto bulboso semejantes en color y textura
a las setas que hace tiempo recogía con su padre. Bajo esa bóveda ocre y solemne
hay dos helicópteros cruzando el aire, el sonido de sus aspas le llega tenue, mezclado con sirenas policiales y
gemidos metálicos que es incapaz de clasificar. Perezosas columnas de humo son
atravesadas por bandadas de pájaros carmesís bajo la luz del crepúsculo que
rasean una y otra vez a velocidad supersónica la superficie achocolatada de la ría
en busca de alimento.
El último acorde de “Cripple
Creek Ferry” pone punto final al disco y eso le devuelve a la realidad. Se incorpora, y antes de dar media vuelta y entrar en la casa mira al frente y susurra
“hasta siempre”. Y el magma de cemento, luz, aire y piel le desea suerte en tres segundos asombrosos con el guiño de sus luces, los reflejos del agua y el graznido de mil gaviotas. Sólo entonces coge la maleta y se va.
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