Llega el verano. Desde primera hora del día, los cocodrilos más
madrugadores patrullamos la orilla de las playas a la espera de las primeras
gacelas trotonas. Ellas llegan a media tarde, con sus grandes capazos llenos de
vodafone y toneladas de ungüentos milagrosos; con los cegadores logotipos de
Zara, Mango, Bershka y RayBan balanceándose
de sus largas, largas, largas y hermosas pestañas, en sus muslos, en sus
pechos, sobre el delicado puente de sus narices, en sus cabezas. Extienden su
mundo multicolor sobre la arena y permanecen en alerta naranja. Pero somos cocodrilos.
Máquinas milenarias. Sabemos leer los signos que nos trae el aire. Estamos
programados para generar paciencia. Sin miedo al tiempo, esperamos el paso en
falso. Bajo el sol, adormecidas por la cantinela pop de Adéle y el ruido esférico
de las olas es fácil bajar la guardia. Y esa es su perdición. Y así, cuando
llega el momento del triunfo nos gusta masticarlas lentamente, sin prisas, disfrutando
su piel suave y su sabor a fitness, coca cola zero y gominolas.
Y nos encanta, finalmente, cuando todo acaba, escupir al suelo sus huesecillos
mezclados con ron justo cuando empieza a amanecer y una claridad estúpida y
viscosa se abre paso a trompazos en el horizonte, allí lejos, sobre la línea
del mar, donde son las gacelas las que
mastican cocodrilos.
1 comentario:
En resumen, que estamos salidillos... (y saladillos) je je je
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