Durante un tiempo adoré a The
Moody Blues. No entendía sus letras, pero los títulos de las canciones y las retorcidamente
filosóficas portadas de sus discos conectaban con el abismado, pedantesco,
ególatra adolescente en que me había convertido (y ahora que lo pienso, ay, ay,
ay, ¿y si no he cambiado gran cosa?). Tenía catorce, quince años. ¿Cómo no iba
a compadrear con los Moody? Flechazo. Simplemente, les adopté, me adoptaron,
nos entendimos. Para mí, aquellos ingleses rezumaban profundidad, misterio y elegancia
en dosis generosas. Los escuchaba en un vetusto tocadiscos Dual, sin tregua ni
descanso, una y otra vez, posando la punta de zafiro de la aguja con delicadeza
zen en el borde exterior del disco y dejándome arrastrar después por aquella espiral
mágica que me sumergía heroico y solitario, con toda la vida por delante, en el
mundo Moody.
Pues bien, y atentos porque aquí
viene lo bueno, el tocino, lo que os va a poner de mi lado o frente a mí: os
puedo jurar que en la actualidad, a pesar de haber transcurrido tantas lunas
desde aquello, bastan tres acordes de una canción de los Moody (pueden sonar en
el BBV o El Corte Inglés, probablemente pertenecerán a la analgésica “Noches de
Blanco Satén”, de 1967, la canción que sobrevive al tiempo y los cataclismos,
su estandarte, ¡oh, el amor, esas noches tan blancas!) bastan unos acordes, decía, para que se produzca el
hechizo y vuelva a encarnarme en aquel adolescente. A mi alrededor renacen la
misma habitación donde me enclaustraba, la televisión de blanco y negro sonando
al otro lado de la pared, el tic-tac del viejo despertador preindustrial, el
olor del líquido limpiamuebles … No es que lo recuerde o lo reviva. No. Es más
que eso. Mucho más. ¡Vuelvo a estar allí! Nada de magdalenas: es un fenómeno
paranormal en toda regla. Esa magia, esa repentina fractura del espacio-tiempo,
en mi caso sólo puede venir de la mano
de las canciones.
No hay un guión predeterminado. Pero
sí algunas pautas más o menos estables. Suena una canción y, como les sucedía a
los protagonistas de “El Túnel del Tiempo”, me veo absorbido por una fuerza superior
que me arranca del lugar en que estoy (la sala de espera del dentista, la tasca
de la esquina, un supermercado…), me zarandea en el aire y me escupe en otra
época de mi vida. Así, suena el “Close to you” de The Carpenters y ¡zas!: soy
un niño sentado, poco antes de comer, sobre las baldosas calientes de una vieja-
pero vieja, vieja, ni os imagináis cuanto- cocina. El balcón, que da a un patio
salvaje con perros paranoicos y una sucia higuera barroca y gigantesca cuyas
ramas, si me estiro, puedo tocar, está abierto y entra un sol radiante, mi
madre trajina en los fogones de la chapa de carbón y tengo delante un
grueso escarabajo de colores asombrosos que ha llegado volando y se arrastra
por el suelo bajo esa intensa luz que nos baña. Y los Carpenters suenan en el
transistor que está sobre la nevera. ¿Qué hizo que esta situación quedara
grabada de una forma tan nítida? ¿Dónde está el engranaje que conecta para
siempre esa cocina soleada y el “Close to You”? No tengo ni idea. ¿Hay algún
psicoanalista en la sala? Si lo hay que no se acerque.
Lo que sí tengo claro es que son
las canciones las que nos eligen. Ese es su poder: son diabólicamente capaces
de tocar teclas de ti mismo cuya existencia tú mismo desconoces. Se te van
pegando al cuerpo sin previo aviso según avanzas por la vida y para cuando te
das cuenta ya eres Moby Dick deambulando océano arriba y océano abajo con el lomo convertido en un collage de
arpones sonoros milenarios, estribillos tatuados y próceres del ritmo. Sacúdete lo que quieras que ahí siguen y ahí van a seguir. Van contigo, se han sumado a
la fiesta y no hay nada más que hablar. Son, en realidad, una vocinglera y
variopinta pandilla compuesta en mi caso por nombres como Iggy Pop, Louis
Armstrong, Mari Trini, Rachmaninov, Sufjan Stevens, Los Pop Tops, Los
Chimberos, Kate Bush, Dizzy Guillespie, Gipsy Kings, Beck, T. Rex, Txomin
Artola, José Feliciano, The Psychedelic Furs, La Misa Criolla, la Orquesta de
Paul Mauriat, Understones, The Cure, La Quinta Reserva, Silvio Rodriguez, Coldplay,
Deep Purple, Joe Hisashi, la ELO, Lorenzo Santamaría, Uriah Heep, Badfinger, Sex Pistols, Los
Chunguitos, Satie, Grease (Soundtrack), Tangerine Dream, Cudly Toys, Nacha Pop, Zarama, Creedence, Sisa, Wings, Elisa Serna, Bloque, The
Smashing Pumpkins, Storm, Demis Russos, Sabrina, Deep Purple, Manzanita, Guess
Who, Suede, Los Barbis, Pat Metheny, Bee Gees y tantos otros. Todos y cada uno de ellos es
especial por algo. Un tracklist existencial. Portales a otra dimensión. Rectas
autopistas o caminos sombríos hacia amores perdidos o presentes. Pasadizos secretos a los
grandes momentos de la historia de la amistad. Conjuros que resucitan caras, gestos y voces que ya no
están. Tambores lejanos emboscados en la jungla diaria (una radio que suena en
el patio, un bar al azar, un coche que se detiene en el semáforo con las
ventanas bajadas, el fondo de un anuncio televisivo…) y que me hacen temblar,
reír, llorar, gritar. Dardos dirigidos a mi estado de ánimo que sólo yo sé el
precio que pago simplemente por citarlos. Así es y así debe ser. Y aquí los llevo, pegados a
la piel. Para bien y para mal somos un equipo y viajamos juntos mientras haya
mar por delante y dure esta aventura. Y esta es la mejor de las canciones.
2 comentarios:
Fantástico. Podría ser un gran prólogo...
;-)
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