jueves, 3 de julio de 2014

Camping-Sex



     Hubo un tiempo en que los campings eran sexo, sexo por todos los lados, sexo omnipresente, una orgía de sexo sucio, inevitable y natural. Por fortuna, casi siempre estaba el mar cerca para refrescar un poco el calentón y aflojar la llanta, porque si no aquello acababa con la salud mental del más curtido. Y más si tenías, como vuestro humilde servidor en el momento del que os quiero hablar, quince efervescentes años y estabas allí de vacaciones con tus padres, en la jaima familiar, diseñada en alegres tonos del azul y el naranja, con un maravilloso "avance" de tela que extendíamos durante el día y cuya sombra nos salvaba de morir calcinados, como en Pompeya, junto a la frágil mesa de aluminio en la que hacíamos todo (o casi todo). Hablo de los campings de antes, aquellos bulliciosos poblados de lona donde la promiscuidad de sus habitantes a lo largo de todo el verano era fatalmente ineludible. Aún no habían irrumpido las autocaravanas con ducha y cagadero propios, wi-fi y plasma, ni los bungalows, ni las casitas prefabricadas, en realidad no había nada verdaderamente sólido en lo que esconderse. La vida se hacía en la calle, en un strip-tease colectivo, descalzos, a pie de tienda, en los estrechos espacios que delimitaban las parcelas, en los reducidos pasillos del minimercado. Se convivía a lo grande. Aquél era un mundo en conexión constante. Una verdadera red de cuyos hilos colgaban favores mutuos, pulsiones fatales y rencores secretos.
     Así eran los campings. Antes. Una gozada. Cuerpos sudados con escasísima ropa rozándose durante el día, vagando de aquí para allá indolentes, casi arrastrándose, como el ritmo de esa canción, "Summertime", pesados, lascivos, adoptando posturas fascinantes, descuidadas, sobre la arena de la playa, en las hamacas, al agacharse para descorrer una cremallera de la tienda o al inclinarse, yo que sé, sobre una cazuela en la que hervían varios huevos en agua sobre una pequeña bombona de gas. Un festival tórrido de bikinis desbordados, ángulos indiscretos, pieles morenas, curvas suicidas, líneas lascivas y un olor a crema de nivea fundiéndose con todo ello mientras todas las nubes del atardecer echaban más leña al fuego adoptando formas prohibidas. Aquello era la leche. El no va más. En la noche, los jadeos de los que horas más tarde, en la mañana,  verías tan campantes dirigiéndose a la zona de duchas comunales neceser y toalla en ristre, resonaban por todo el campamento y escenas triple X eran representadas por sombras chinescas sobre la lona de tiendas suavemente iluminadas para todo aquél con un mínimo de curiosidad.  Como podéis imaginar aquello me tenía loco, mis feromonas se agitaban endemoniadas y yo vivía sometido a tal tensión que comencé a padecer un tan extraño como alarmante bizqueo de ojos que ese mismo otoño me llevaría al oculista. Despierto y dormido, mis fantasías eróticas se pasaban el día en el gimnasio, amorradas a la máquina de pesas, musculando incansablemente en la elaboración de ardientes guiones cada vez más procaces con las madres, hijas, tías y abuelas o lo que fuera de aquella tribu con fecha de caducidad.   


     Yo estaba exhausto. Y un día, justo cuando creía que no podía más, bajo el sol del media tarde, precedida por un dulce olor a pachuli, con sus sandalias aún manchadas del polvo de Calcuta y Benarés, con su cuerpo perfecto celebrando la armonía esférica del universo que nos daba cobijo… apareció Lidia.

     Pero esa es… otra historia.

    

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