Es verdad: el tiempo vuela. Y de qué forma. Y así, sin más, de
pronto un día caes en la cuenta de que naciste en una época que ya ha
desaparecido. En mi caso, un tiempo ahora inimaginable sin móviles ni internet
ni adultos en pantalones cortos ni tantos tipos de pan, en el que se elegía alegremente
( y con rapidez; qué bien, ese tipo de rapidez) entre dos modelos de zapatillas
de deporte -entonces en aquel mundo nómbrense bambas- y no era preciso desesperar hasta convertirte
en la máscara azteca del pavor y pálido sudor frío decidiendo entre los diez millones que hay ahora,
un tiempo en el que los coches trotaban sobre asfaltos mortalmente imperfectos sorteando
en el mejor de los casos baches profundos como trampas para dinosaurios con todas
las ventanillas bajadas a golpe de manivela dejando tras de sí una estela blanca de risas
y jachís tal vez y contaminando el aire también a su paso con algo de police o
del mismísmo transformer de lou reed que no sé por qué son dos formas de ritmo popular
y accesible que tengo aliadas a ese feliz
rodar intemporal sin cinturones de seguridad y alojadas junto a otras en una
estancia especialmente querida de esta mente que ahora, muchas lunas más tarde,
luce tan informe y apapillada, gran número de conexiones dañadas, neuronas ardiendo
en el horizonte del atardecer como aeroplanos derribados, líneas de
abastecimiento definitivamente cortadas, tan dada ella esta mente de ahora a los
juegos prohibidos y confundir cosas vividas con cosas soñadas o cosas leídas o
cosas vistas o contadas aquí o allá, cosas en definitiva de procedencia dudosa en
lo real pero lumínica en lo demás y que arrastro en este soleado navegar adheridas
a la quilla invisibles pero pesadas bajo la línea de flotación como si fueran esos manojos de
mejillones que creen esconderse húmedos y pasmados en los pliegues de las rocas
con personalidad de meteorito que
habitan la playa de Noja, Cantabria.
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