sábado, 23 de julio de 2011

BREVE HISTORIA DE LA CRUEL CARRERA HACIA LAS FUENTES DE LA MÚSICA VASCA











Derrumbado en una de las mesas del viejo Café Iruña, con la barba hundida en unas partituras ancestrales, Natxo de Felipe dormitaba felizmente esa tarde de lunes cuando el sacristán de la Parroquia de los Santos Juanes se acercó hasta él para sacudirle la modorra con un par de enérgicos meneos y comunicarle que, de forma sorpresiva, Kepa Junkera había partido a la búsqueda de las fuentes de la música vasca. Con una voz de barítono iracundo que hizo temblar las paredes del local, Natxo soltó un sonoro “rediós” e inmediatamente, de un salto, se puso en marcha. El niñato de la trikitixa le había cogido ventaja, el muy cerdo, así que no había tiempo que perder. Reunió a sus patrocinadores y les expuso claramente su plan: llegar cuanto antes al puerto de Oba y contratar allí porteadores suficientes para remontar a pie la orilla izquierda del río Bakoak hasta las montañas del Acorde Perdido, en cuyas cumbres se encontraba, según todos los indicios, el lago del que fluyen desde tiempo inmemorial todas las músicas vascas. Como era habitual, su vibrante locuacidad y su mirada incendiada, como de derviche en trance, convencieron a todos los presentes. Junkera no era un problema. Podían tener la absoluta certeza de que él, Natxo de Felipe, tomaría la delantera en menos de una semana. Reunido en un plis plas el dinero suficiente para la aventura, a la mañana siguiente, el músico partía rumbo a la misión más trascendental de su vida.


Mientras tanto, Junkera, consciente de que su baza más poderosa residía en mantener la ventaja adquirida, avanzaba con una rapidez inusitada a través de la jungla de Baztangonga gracias a una artimaña tan sucia como despiadada: justo a la cabeza de la expedición, dos fornidos chagas transportaban un enorme megáfono que escupía sin pausa, una vez tras otra, expandiéndolos por la selva, los sones de “Marijaia”. Una treta infalible: a su paso, las tribus cuya hostilidad o deseos de trueque hubieran retrasado la marcha del grupo huían despavoridas dejando desiertos los poblados, y los animales –desde los grandes felinos hasta los mosquitos de la malaria- ponían pies y alas en polvorosa. Prudentemente, para evitar un rapto de locura colectiva, Kepa había repartido tapones para los oídos entre los porteadores y él mismo avanzaba con unos cascos aislantes pegados a sus orejas. Como había hecho a lo largo de toda su carrera, tambien aquí intentaba mantener el nivel de riesgos en cota cero.


Tras una travesía agotadora, Natxo de Felipe desciende al fin del paquebote que le ha llevado hasta el puerto de Oba con un disfraz que le viene al pelo: el de misionero. Así ataviado, ante la mirada atónita de los nativos se dirige al único tascucio del pueblo y se mete media botella de aguardiente de mandrágora que se despeña gaznate abajo, arrasando todo lo que encuentra a su paso. Con el vidrio medio vacío en una mano y un látigo en la otra, dando feroces voces de mando, reúne en la ardiente explanada portuaria a la docena de negros que ve más despiertos, les carga con las paqueterías que han sido depositadas al pie del barco, se asegura un guía de confianza y parten en fila india como llevados por el diablo. Él abriendo la marcha, resoplando como la máquina de un tren, quince perros escuálidos ladrando a su alrededor, sotana arremangada. No hay tiempo que perder. El advenedizo de la trikitixa va a saber de una vez por todas quien manda aquí. Con el calentón, mientras se adentra en la jungla seguido a marcha forzada por el grupo de negros resollantes, a Natxo se le escapa un irrintzi.


Así que ya tenemos a las dos expediciones siguiendo el curso del Oba hacia el norte, camino de las Montañas del Acorde Perdido. Junkera, con equipaje más ligero y manteniendo a raya (o eso cree él) los peligros de la jungla a golpe de “Marijaia” lleva tres jornadas de ventaja a De Felipe, que una y otra vez, cegado por la codicia, pierde un tiempo precioso en engorrosos trueques con las tribus que salen a su camino. Seis de los pesados baúles que arrastran sus chagas comienzan a vaciarse del txakolí y el queso de Idiazábal que contienen al tiempo que se van llenando de oro, diamantes y piezas de marfil. Pero tambien intercambia información. Por boca de los “nkuwus” puede saber que el “demonio blanco del chunda-chunda” está a tres días hacia el norte y marcha a gran velocidad. Los lalobalobas le hablan de un atajo para ascender las montañas. Los samburus, por su parte, le confirman que una vez en la cumbre, la cordillera traza un gran círculo, un circo natural lleno de agua habitado por los “dioses del ruido”. “El lago, piensa para sí Natxo, la fuente de la música vasca, el lago…De Felipe, suena bien…Lago De Felipe, suena muy bien”. Con la emoción, se le escapa un irrintzi. La delegación samburu huye despavorida.

La mamba negra no solo es la serpiente más rápida del mundo. Tambien es una de las más venenosas. Y además, para desgracia de Junkera, es sorda e inmune por lo tanto a la pachanga disuasoria que acompaña el avanzar del rekaldetarra, que recibe con más sorpresa que dolor la mordedura del reptil , un especimen de más de tres metros de longitud. Algo le dice que está perdido salvo que medie algún milagro. Con gestos ordena que se detenga el runrún del gramófono y señala los dos orificios sangrantes que ahora luce en el cuello. Los chagas saben que esas dos marcas son un pasaporte rápido hacia el Reino de las Tinieblas, ponen los ojos desorbitados de quien se enfrenta a lo trágicamente irremediable y comienzan a emitir de su garganta unos sonidos oscuros , graves y percusivos que a Junkera, que ahora se tumba sobre la acolchada vegetación sintiendo las primeras dificultades respiratorias, le suenan definitivamente mortuorios. Ay, ay, ay.

Mientras tanto, Nacho de Felipe, bajo los efectos de pócimas alucinógenas que el guía, además y de paso adivino y horoscopista, le suministra con regularidad, avanza con paso decidido bajo la atenta mirada de zorros orejudos, impalas, marabús, queleas, gangas y gacelas, impresionados todos por semejante despliegue de energía en un macaco bípedo. Machetea el arbustamen como un poseso, avanza como un bulldozer con la pechera repleta de insectos sin catalogar y la barba convertida en un nido para las arañas que va arrastrando a su paso. Le da igual. Se siente inmune a todo. En plena forma. Tras él, los porteadores luchan por seguirle el paso y, al tiempo, intercambian miradas que no anuncian nada bueno. Así, el falso misionero a toda mecha y el resto como buenamente les da la vida, ascienden una loma y ven, al fin, allá a lo lejos, las impresionantes cumbres de las Montañas del Acorde Perdido. Una visión de órdago. Emocionado, a Natxo le sobreviene un nuevo irrintzi.

Que llega hasta los oídos de Junkera, que pide por señas, en un último esfuerzo, y mientras siente como el veneno de la mamba recorre sus venas, que le acerquen su trikitixa. Y aquí es donde la música vasca va a vivir uno de sus momentos estelares. Acompañado por los fonemas percusivos de los chogas, arrullado por la letal toxina y los aromas más profundos de la sabana, sintiendo como el oscuro manto de la Parca va nublando su vista, Kepa Junkera saca de la trikitixa sonidos de una sensibilidad estremecedora. Y así, tras tres minutos de una belleza inconmensurable, el destino, siempre juguetón, se encarga de fundir la última nota con el último aliento del bardo explorador. Cuando eso sucede, tras caer ese telón, los chogas se reparten el material y se dispersan por la jungla. Pero no sin antes destrozar con saña el gramófono y cualquier ponzoñoso vestigio de marijaia.


Cuando el sonido de la trikitixa llega hasta los oidos de Natxo de Felipe, éste detiene la marcha de forma abrupta. Las notas del acordeón son un tsunami emocional que ahí, en medio de una nada cada vez más hostil, le trae al alma las cumbres del Gorbea, las nieblas del bosque de Oma, el techo de estuco labrado de Euskaltzaindia, los chuletones de Bérriz, las dulces subvenciones gubernamentales, el sirimiri visto desde la limusina, las lisonjas de los fans, el besugo al horno con sofrito, las jóvenes irakasles de camiseta apretada… Los ojos se le empañan, la nostalgia le escuece muy dentro, que le den por culo al lago, ahora mismo se vuelve a casa. Se da media vuelta y está punto de dar la orden a sus esclavos cuando una flecha ornamentadísima que sale de la nada se le clava en el hombro.



Los labongos atacan con trajes complejos (que a un tiempo les sirven de defensa) y máscaras cornamentadas, emitiendo potentes alaridos que hielan la sangre de sus adversarios. En un momento, masacran a un par de chogas y el resto, hartos del misionero locomotora y tanta tralla malpagada, escapa abandonándolo todo. Natxo consigue huir adentrándose en lo más espeso de la jungla. Corre como un loco ignorando que en realidad no es necesario, pues los labongos no le persiguen, no le persiguirían nunca, ya que consideran el simple contacto visual con el hombre blanco como origen de horribles maldiciones.



Unos días más tarde Natxo de Felipe tiene el aspecto de un náufrago. Está en los huesos, la blanca sotana hecha girones, la fiebre le hace delirar mientras asciende por las embarradas pendientes de las Montañas del Acorde Perdido. La herida del hombro, que aún mantiene en su interior la punta de la flecha, arde y palpita como una ardilla enloquecida. Lleva días alimentándose de raíces y unos gusanos blancos del tamaño de un dedo. Una lluvia torrencial y cabezona le acompaña en la ascensión.. Ha perdido el sentido del tiempo y de vez en cuando, en medio del delirio, recita poemas de Gabriel Aresti al tronco de un árbol o suelta caóticos irrintzis. Pero a pesar de todo sigue ascendiendo. Cada vez que cree llegar a la cumbre, se percata con gran dolor de que hay otro tramo en ascenso que quedaba oculto a la vista y así varias veces, gozos que van al pozo, como si la naturaleza se empeñara en castigarle por todos sus pecados. Las noches están llenas de terribles lamentos que le impiden dormir y ahí, en medio de las tinieblas es cuando le viene a visitar el fantasma de Kepa Junkera, con cuyo cadáver, aferrado aún a la acordeón y medio devorado por las fieras, se había tropezado en un recodo de la selva. El fantasma de Junkera se acerca a él, en medio de la noche, bajo una lluvia que no le afecta, envuelto en una luminosidad verdosa, se acerca, sí, tecleando su acordeón hasta susurrarle con la boca pegada a su oído “aurrera, Natxo, aurrera, y pelillos a la mar que a ese lago le tiene que poner nombre un vasco…y no cualquier alemán, éramos dos grandes, ahora solo quedas tú” y desaparece montaña arriba. Como un autómata, Natxo se levanta entonces y continúa la ascensión.


Pasó así un tiempo indefinido: ¿días?,¿meses?,¿años?. Hasta que un atardecer , cuando ya no había fuerza para más, cuando todo parecía perdido, cuando dejarse ir parecía la única opción posible, Natxo alcanzó una cumbre que parecía como todas las demás. Se arrastró hasta la cima y... Y entonces lo vió.


Ante él, cien metros más abajo, arrancaban las orillas del inmenso lago. Una gigantesca piscina circular encajada en un enorme anillo de cimas, la amplia corona de un rey, en uno de cuyos picos él se encontraba ahora. Sus aguas parecían hechas de mercurio, ese metal huidizo y misterioso por el que él, Natxo, destrozó más de un termómetro en su infancia. El cielo, de un intenso azul, era surcado por bandadas de artolas y panchopellos que se sumergían una y otra vez hasta salir con alguna desafortunada uranga en sus picos. Aquí y allá, la brillante superficie del lago era surcada por solemnes urkos, y agitada por guridis saltarines y chimberos alados. En las orillas, brincando de zarama en zarama de los enormes negus rojos, familias enteras de gari-garis se atiborraban a bananas, jugosos kortatus y semillas de andión. Entre vistosas flores, letes y xeys aleteaban de un lado a otro siguiendo las corrientes de la brisa.


Y había muchas cosas más. Tantas que eran inabarcables. Lo había conseguido. Todo era cierto. Él, Natxo de Felipe, estaba ante las fuentes de la música vasca. Mil sonidos celestiales arrullaban sus sentidos. Sentado, sin fuerzas, apoyado en el tronco de un iparragirre de gruesa corteza vió como el cielo pasaba del azul al naranja. Y luego, gradualmente, del naranja al rojo. Justo antes de caer la noche, con las sombras ya preparadas para hacer su trabajo, soltó su último irrintzi. El eskorbuto hizo que sonara débil. Muy débil. Casi inaudible.

1 comentario:

nineuk dijo...

Y entonces, como aquel torrente que arrasó Itoiz, cargaron los Hertzainak. Un montón de Korrontzis produjeron un inmenso Izukaitz en Natxo que ahora luce una inmensa Zikatriz.