domingo, 8 de julio de 2012

La vida es un milagro

     Estamos en un piso que no conozco, celebrando un cumpleaños, nadie sabe decirme de quién.  La fiesta está en su apogeo. Ahora mismo, la atracción principal la constituye Bakunin, un gato tuerto que, atrincherado bajo una cama, defiende una de sus siete vidas frente a dos borrachos armados de escoba y fregona. Hay risas histéricas, pupilas dilatadas y vasos preñados de colillas flotantes abandonados por todas partes.
     A una hora imprecisa se acaba la cerveza y me ofrezco expedicionario voluntario. Hay alguien que me grazna indicaciones a quemarropa. Tú sales, ¿vale?, y te dejas caer, tres calles, o cuatro, no sé, luego a la izquierda y otras tres, bueno, más o menos…  y ahí, lo vas a ver, bar los hermanos, dice, no hay pérdida.
     En el espacio exterior, abandonada la ruidosa nave nodriza, la acera parece rodar bajo mis pies. Estoy hecho de helio, floto calle abajo, soy un espectro  alegre en la noche urbana con una misión que cumplir. Desciendo unas escaleras de piedra, desiguales y oscuras, y tras doblar mil esquinas que siempre parecen la misma doy con el bar, que huele a lejía, tabaco negro y tortilla recalentada  y en el que un puñado de obreros de turnos distintos ingieren  café y alcohol bajo los jadeos de un video porno. Salgo de allí con una docena de latas de cerveza repartidas en dos bolsas de plástico. Y  entonces, solo entonces, caigo en la cuenta de que no tengo ni la más remota idea de dónde estoy.  Y de que volver a la fiesta, aunque lo intente,  va a resultar imposible.  La idea me paraliza.
    Justo en ese instante las asas de una de las bolsas se desgarran y seis latas de Voll-Damm caen al suelo y empiezan a rodar cuesta abajo. Una de ellas gana el centro de la calzada y empieza a coger más y más velocidad. De algún lado surge como una flecha un enorme pastor alemán que la persigue y, tras lanzar dos dentelladas fallidas, acierta de pleno con una tercera. La muerde, la eleva y la agita con rabia entre sus mandíbulas y la lata estalla y chorros de espuma blanca y dorada surgen con fuerza en todas direcciones dibujando un abanico perfecto bajo la claridad lechosa del amanecer.
    Yo estoy hipnotizado por la escena, lo que no me impide sentir  a mis espaldas el chirrido sepulcral de la puerta del Bar Los Hermanos y la voz aguardentosa del parroquiano que acaba de salir y que, a mi lado,  viendo todo aquello, murmura con tono  fúnebre:
    -¡Qué desperdicio!

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