Hubo un tiempo en que los
campings eran sexo, sexo por todos los lados, sexo omnipresente, una orgía de sexo sucio, inevitable y natural. Por fortuna, casi siempre estaba el mar
cerca para refrescar un poco el calentón y aflojar la llanta, porque si no aquello acababa con la salud mental del más curtido. Y más si tenías, como vuestro humilde servidor en el momento
del que os quiero hablar, quince efervescentes años y estabas allí de
vacaciones con tus padres, en la jaima familiar, diseñada en alegres tonos del azul y el naranja, con un maravilloso "avance" de tela que extendíamos durante el día y cuya sombra nos salvaba de morir calcinados, como en Pompeya, junto a la frágil mesa de aluminio en la que hacíamos todo (o casi todo). Hablo de los campings de
antes, aquellos bulliciosos poblados de lona donde la promiscuidad de sus habitantes a lo largo
de todo el verano era fatalmente ineludible. Aún no habían irrumpido las
autocaravanas con ducha y cagadero propios, wi-fi y plasma, ni los bungalows, ni las casitas prefabricadas, en
realidad no había nada verdaderamente sólido en lo que esconderse. La vida se hacía en la
calle, en un strip-tease colectivo, descalzos, a pie de tienda, en los estrechos espacios que delimitaban las parcelas, en los reducidos pasillos del minimercado.
Se convivía a lo grande. Aquél era un mundo en conexión constante. Una verdadera red de cuyos hilos colgaban favores mutuos, pulsiones fatales y rencores secretos.

Yo estaba exhausto. Y un
día, justo cuando creía que no podía más, bajo el sol del media tarde, precedida por un dulce olor a pachuli, con sus sandalias aún
manchadas del polvo de Calcuta y Benarés, con su cuerpo perfecto celebrando la armonía esférica del
universo que nos daba cobijo… apareció Lidia.
Pero esa es… otra
historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario