Este año llegué a la noche de San Juan decidido a incendiar mis días. No es que estuviera insatisfecho por cómo eran hasta ese momento, no, qué va, para nada. Se trataba de otra cosa. Un impulso. Un antojo irracional: dinamitarlos en buena medida para construir unos nuevos, distintos, retocados desde su misma raíz para bien o para mal de su usuario, que eso ya se vería despues. Así que en la mañana del día 24 (tan solo este pasado viernes, ahora que lo pienso, y parece que ha pasado un siglo) me puse en marcha. Bajé a la vieja peluquería del barrio y ordené una poda craneal con maquinilla al cero. Poco a poco, en el espejo, frente a mí, fue surgiendo el veterano teniente coronel del Hare Krishna que parezco ahora. Con esa misión cumplida me dirijo a H&M y arramblo con todos los estilos y colores de ropa que nunca, nunca, nunca, hubiera elegido. Llego a casa. Empaqueto mi antiguo vestuario, los libros, las revistas, los cedés, desmonto la televisión, el dvd, doblo edredones y sábanas, amontono los suvenirs del tiempo, los regalos coagulados en las estanterías…Luego llamo a un número de teléfono que ofrece traslados a un precio económico…Está anocheciendo cuando aparecen dos oscuros sudamericanos a los que invito a hacer con todo aquello lo que les venga en gana. Alucinan. Poco antes de medianoche mi casa está vacía, si exceptuamos las bolsas aún hinchadas por las compras de H&M y una vieja radio que ahora escupe un tango en el que Carlos Gardel canta estos versos: “De noche se tensa la cuerda del miedo/La máscara cae en el frío cordón/La calle se fuga detrás del silencio/y aúlla el horrible animal del dolor”. Me ducho a fondo pensando que de este año no pasa: voy a ir a Buenos Aires. Sí.
Vestido con unos pantalones piratas a cuadros verdes y amarillos y una estridente camisa con vistosos anagramas de distintos hoteles de Las Vegas me lanzo a la calle con la intención de comer un kebab en el rincón más oscuro del Bronx bilbaino, justo al fondo de una calle donde no haya estado nunca, nunca, nunca. Repto por la acera. San Mamés arriba. Rumbo a Zabalburu. Y silbo algo. Bajo la presión de un calor anormal y sofocante, silbo algo. Cualquier cosa.
Vestido con unos pantalones piratas a cuadros verdes y amarillos y una estridente camisa con vistosos anagramas de distintos hoteles de Las Vegas me lanzo a la calle con la intención de comer un kebab en el rincón más oscuro del Bronx bilbaino, justo al fondo de una calle donde no haya estado nunca, nunca, nunca. Repto por la acera. San Mamés arriba. Rumbo a Zabalburu. Y silbo algo. Bajo la presión de un calor anormal y sofocante, silbo algo. Cualquier cosa.
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