miércoles, 28 de mayo de 2014

Queen




Esperas. Llevas más de dos horas estático, sin moverte para nada. En la muda pantalla de plasma colocada de forma inestable en lo alto de la pared que tienes  en frente, Leonardo di Caprio chapotea angustiado en las cada vez más inclinadas entrañas del Titanic. Está intentando abrir con un esfuerzo inhumano la puerta de uno de los camarotes cuando, a este lado de la realidad, en tu mundo real, oyes los pasos de la pareja sobre el enmoquetado pasillo color crema del hotel. Pasan junto a tu puerta y entran en la habitación de al lado. Tumbado como estás en la cama, te basta con alargar un poco el brazo para alcanzar el mando a distancia que está sobre la mesilla y apagar el televisor, en el que tan solo queda con vida un diminuto piloto carmesí, como un remoto planeta en llamas allí a lo lejos, en el otro extremo de la oscura galaxia que ahora te rodea y en la que te sientes flotar ingrávido convertido en un radar, un perverso y agudo receptor de los sonidos que te llegan a través de esa pared de papel que os separa a ti y a ellos, esa estancia vecina ahora repentinamente habitada donde sientes con toda nitidez que algo cae al suelo y oyes el chirrido espectral de una silla al ser arrastrada y un grifo que deja correr el agua en lo que te parece un tiempo   eterno. Es lo de siempre, el repertorio de gestos previsibles, la coreografía del prólogo sin sorpresas, una sinfonía que conoces nota a nota y de la que siempre te asombra su invariabilidad, la persistencia de cada uno de sus movimientos, la contundente ausencia de cualquier tipo de improvisación. Sabes que poco a poco se irá imponiendo un silencio absoluto del que irá surgiendo, al principio de una forma tenue y espaciada, y después haciendo de su presencia algo sólido, el golpeteo in crescendo del cabezal contra la pared, los lamentos rítmicos de un somier de hotel gastado en tantas y tantas batallas, los insistentes gemidos de ella cabalgando hacia el horizonte fosforescente de un placer primario habitado de espasmos y suspiros y uñas que arañan una y otra vez la tierra hasta crear un espacio confortable en el que finalmente penetra el clímax de él, que pisa cumbre al fin con un gruñido grave y simiesco que coincide con ese relámpago cegador, la descarga de luz que ilumina en cinco ruidosos segundos hasta el último rincón del universo.
      Será sólo entonces, cuando tras todo el estrépito un silencio sideral se haya adueñado del mundo, con el ritual ya concluido, el incienso consumido, las velas apagadas por una lluvia de sudor y  sal, será sólo entonces, sí, cuando enciendas la luz de la mesilla, te incorpores, salgas al pasillo y llames a su puerta, esa puerta vecina. Hará falta hacerlo más de una vez. Pero al fin él abrirá. Y lo hará vestido con unos pantalones cortos con aviones y aeroplanos estampados y una camiseta de Queen cubriéndole el torso. La misma camiseta que tú compraste en Camden unos meses atrás. La que le regalaste a ella en su último cumpleaños.

3 comentarios:

nineuk dijo...


Muy bueno. Pero...
¿Le ha pasado varias veces?

Bruno Pekín dijo...

Pues... puede que sí (cada tarde-noche de los jueves desde hace aproximadamente tres meses), puede que no (los gestos de la infidelidad le son tan familiares...) y hasta puede que tal vez (!!). Se lo pregunto en cuanto le vea.

nineuk dijo...

Justo lo que esperaba. Insisto. Muy bueno