Nueva reunión del Club de los 4 Osos. Y como andaba con tiempo sobrado para llegar puntual a la cita, me encaminé a ella a paso de burra, dando un giro inmenso por calles y calles de Bilbao. Era ya de noche y todo estaba lleno de esas empalagosas luces de navidad que a estas alturas del año el ayunta cuelga aquí y allá porque toca. Adelanté a un tipo que siempre va solo y dando voces sumergido en su mundo personal, anclado en un delirio en el que a voz en grito y con voz monótona va desgranando una trama inconexa de la que forman parte Arzallus, la pérdida de unos papeles importantes y una secretaria que le hizo no sé qué puñeta …Lo recita todo a una velocidad endiablada…Idéntico, día tras día. Totalmente poseído. Mientras camina. Como podéis imaginar, con un perfil así a la fuerza ha de ser bastante popular por estos lares. Aunque eso tampoco sirve para que nadie le dirija la palabra. No. Qué va. Cada uno a lo suyo, tú.
Bilbao es un pueblecito muy familiar, así que unas doscientas baldosas adelante casi soy arrollado por Lady Moviestar, una sudamericana muy bajita y de cara simpática que siempre, siempre, siempre va hablando por el móvil. Bueno, más que hablar va sumergida en él, vive dentro de la conversación, el exterior no existe para ella. En una ocasión coincidimos en el mismo vagón de metro. Mientras tres de sus endemoniados sobrinos (sobrinos sí, lo dijo ella en voz alta) desmantelaban literalmente el mobiliario circundante ella, entre carcajadas, hablaba por dos móviles a un tiempo, uno en cada oreja , os lo juro, cuando sonó un tercero que llevaba escondido en algún sitio. Lo hizo con las notas de “La Cucaracha”. Y sonaba bien.
Total que alrededor de las ocho (pues la puntualidad es una de las muchas virtudes que adorna a los miembros del Club, es cosa que viene de linaje) ya estamos los 4 Osos reunidos en la zona VIP antifumadores del moruno Iruña desparasitándonos mutuamente tras los habituales gruñidos de reconocimiento grupal. En un plis plas ya estamos tres de nosotros inoculando con vehemencia al cuarto la necesidad de consumir “inmediatamente y sin más demora” Spotify , el invento del siglo, la joya de internet. Un tira y afloja que nos debe dar un hambre de la ostia, porque media hora más tarde ya estamos sentados en una de las mesas cuadradas del Ledesma ante unos bocadillos de: lomo con queso ( pedido en barra como lomo con pimientos…algo pasaría en el camino: la típica metamorfosis sobre la marcha), tortilla de atún (bis, two, 2, due, bi) y merluza. Mientras le dábamos al papo, en el plasma el Barsa iniciaba una remontada en las frías estepas rusas y en la barra había un tío con una camiseta negra dedicada al “The Dark Side of the Moon” de Pink Floyd (no había visto una en la vida, qué raro). Como siempre, insatisfecho con su ración, el Oso Flaki rapiñeó alguna vianda más, tras lo cual, mucho más asentados en nuestra misma mismidad, nos desplazamos hasta el Bitoke de la esquina para bajar la masa y regar el gaznate con sendos colodrillos mientras abordamos con valentía temas de suma importancia, como la próstata y las curas de rejuvenecimiento, pues la vida en el bosque desgasta que no veas.
Con todo esto, siguiendo las pautas magistralmente marcadas una vez más por el Oso Mayor (un genio reconocido internacionalmente de la intendencia y las gestiones complejas), un cigarrillo y unas cuantas risas más tarde ya estamos entre las sagradas paredes del Antzokia, birra en mano, justo en el momento en el que surgen en escena los suecos The Soundtrack of Our Lives. El templo está abarrotado y húmedo y la cosa promete. La banda llega hasta aquí con fama de honesta y de practicar un rock enciclopédico que chupa de todos los lados (60s, 70s, 80s) para después barnizar esa mezcla con un toque personal, indefinible, que los hace contemporáneos, conectados al aquí y el ahora. Vienen de Goterborg, son seis en escena: cinco músicos de raza con pintas diversas que incluyen el macarrismo chillón tipo Sweet y que orbitan en torno a la gigantesca mole del cantante, una especie de cruce entre el padre de Viki el Vikingo y Rasputín, un tripón enfundado en una levita oscura semejante a las que llevaba Demis Russos y que no tarda en manifestar una atracción fatal por las poses cercanas al éxtasis religioso del tipo Moisés conduciendo al pueblo judío a la tierra prometida. El caso es que el tío (bautizado en algún iceberg perdido del Mar del Norte como Ebbot Lundberg) mostró un saber hacer de la ostia, descendiendo en ocasiones hasta las primeras filas de espectadores sin que le temblara un pelo de la barba, arropado desde arriba por sus huestes sónicas, siempre culebreantes y entregadas. Todo cojonudo, sí señor, al viejo y sudoroso estilo de la edad de piedra. Y así la cosa se fue calentando hasta desembocar en dos bises finales en los que hasta desfiló una versión clónica del “Heroes” de Bowie como si quisieran decir con toda honestidad: pues sí, venimos de cosas como esta, ¿pasa algo?”. Bien por los Soundtrak.
El caso es que entre pitos y flautas y para ser miércoles, ya se habían hecho altas las horas. Presionado por ser el Oso con la osera más lejana y, a buen seguro, machacado por la perspectiva del madrugón laboral del día siguiente, Oso Man-ú había desparecido en algún momento del segundo bis de los suecos. Lastimoso contratiempo que, en todo caso, no fue óbice para que, una vez finalizada la pachanga, los tres supervivientes no dudáramos ni un segundo en dirigirnos a uno de los lugares más pijos de Bilbao: La Cigarrera, donde a buen seguro hubiéramos pasado desapercibidos si no nos hubiera dado por corear a grito pelao “BRAUUUUUUUUUNNN SUGAAAAAAR” y cosas parecidas junto a los tres meritorios músicos que se ganaban el pan en esa caja de cerillas posmoderna tocando éxitos de siempre a base de voz, guitarra, bajo y batería. Hubo más tarde, ya en la calle, gruñidos de despedida a la vasca sazonados con nuevos objetivos y cada mochuelo a su olivo.
Pd. Vaso de agua fresca, gelocatil y a planchar la oreja.
Bilbao es un pueblecito muy familiar, así que unas doscientas baldosas adelante casi soy arrollado por Lady Moviestar, una sudamericana muy bajita y de cara simpática que siempre, siempre, siempre va hablando por el móvil. Bueno, más que hablar va sumergida en él, vive dentro de la conversación, el exterior no existe para ella. En una ocasión coincidimos en el mismo vagón de metro. Mientras tres de sus endemoniados sobrinos (sobrinos sí, lo dijo ella en voz alta) desmantelaban literalmente el mobiliario circundante ella, entre carcajadas, hablaba por dos móviles a un tiempo, uno en cada oreja , os lo juro, cuando sonó un tercero que llevaba escondido en algún sitio. Lo hizo con las notas de “La Cucaracha”. Y sonaba bien.
Total que alrededor de las ocho (pues la puntualidad es una de las muchas virtudes que adorna a los miembros del Club, es cosa que viene de linaje) ya estamos los 4 Osos reunidos en la zona VIP antifumadores del moruno Iruña desparasitándonos mutuamente tras los habituales gruñidos de reconocimiento grupal. En un plis plas ya estamos tres de nosotros inoculando con vehemencia al cuarto la necesidad de consumir “inmediatamente y sin más demora” Spotify , el invento del siglo, la joya de internet. Un tira y afloja que nos debe dar un hambre de la ostia, porque media hora más tarde ya estamos sentados en una de las mesas cuadradas del Ledesma ante unos bocadillos de: lomo con queso ( pedido en barra como lomo con pimientos…algo pasaría en el camino: la típica metamorfosis sobre la marcha), tortilla de atún (bis, two, 2, due, bi) y merluza. Mientras le dábamos al papo, en el plasma el Barsa iniciaba una remontada en las frías estepas rusas y en la barra había un tío con una camiseta negra dedicada al “The Dark Side of the Moon” de Pink Floyd (no había visto una en la vida, qué raro). Como siempre, insatisfecho con su ración, el Oso Flaki rapiñeó alguna vianda más, tras lo cual, mucho más asentados en nuestra misma mismidad, nos desplazamos hasta el Bitoke de la esquina para bajar la masa y regar el gaznate con sendos colodrillos mientras abordamos con valentía temas de suma importancia, como la próstata y las curas de rejuvenecimiento, pues la vida en el bosque desgasta que no veas.
Con todo esto, siguiendo las pautas magistralmente marcadas una vez más por el Oso Mayor (un genio reconocido internacionalmente de la intendencia y las gestiones complejas), un cigarrillo y unas cuantas risas más tarde ya estamos entre las sagradas paredes del Antzokia, birra en mano, justo en el momento en el que surgen en escena los suecos The Soundtrack of Our Lives. El templo está abarrotado y húmedo y la cosa promete. La banda llega hasta aquí con fama de honesta y de practicar un rock enciclopédico que chupa de todos los lados (60s, 70s, 80s) para después barnizar esa mezcla con un toque personal, indefinible, que los hace contemporáneos, conectados al aquí y el ahora. Vienen de Goterborg, son seis en escena: cinco músicos de raza con pintas diversas que incluyen el macarrismo chillón tipo Sweet y que orbitan en torno a la gigantesca mole del cantante, una especie de cruce entre el padre de Viki el Vikingo y Rasputín, un tripón enfundado en una levita oscura semejante a las que llevaba Demis Russos y que no tarda en manifestar una atracción fatal por las poses cercanas al éxtasis religioso del tipo Moisés conduciendo al pueblo judío a la tierra prometida. El caso es que el tío (bautizado en algún iceberg perdido del Mar del Norte como Ebbot Lundberg) mostró un saber hacer de la ostia, descendiendo en ocasiones hasta las primeras filas de espectadores sin que le temblara un pelo de la barba, arropado desde arriba por sus huestes sónicas, siempre culebreantes y entregadas. Todo cojonudo, sí señor, al viejo y sudoroso estilo de la edad de piedra. Y así la cosa se fue calentando hasta desembocar en dos bises finales en los que hasta desfiló una versión clónica del “Heroes” de Bowie como si quisieran decir con toda honestidad: pues sí, venimos de cosas como esta, ¿pasa algo?”. Bien por los Soundtrak.
El caso es que entre pitos y flautas y para ser miércoles, ya se habían hecho altas las horas. Presionado por ser el Oso con la osera más lejana y, a buen seguro, machacado por la perspectiva del madrugón laboral del día siguiente, Oso Man-ú había desparecido en algún momento del segundo bis de los suecos. Lastimoso contratiempo que, en todo caso, no fue óbice para que, una vez finalizada la pachanga, los tres supervivientes no dudáramos ni un segundo en dirigirnos a uno de los lugares más pijos de Bilbao: La Cigarrera, donde a buen seguro hubiéramos pasado desapercibidos si no nos hubiera dado por corear a grito pelao “BRAUUUUUUUUUNNN SUGAAAAAAR” y cosas parecidas junto a los tres meritorios músicos que se ganaban el pan en esa caja de cerillas posmoderna tocando éxitos de siempre a base de voz, guitarra, bajo y batería. Hubo más tarde, ya en la calle, gruñidos de despedida a la vasca sazonados con nuevos objetivos y cada mochuelo a su olivo.
Pd. Vaso de agua fresca, gelocatil y a planchar la oreja.
7 comentarios:
Así que tú eres el cronista del club de los osos. Estás haciendo méritos para sustituir al del cerdo cojo y así darle descanso, que el chaval se nos queja.
Esa reunión de osos se alarga más que una del cerdo cojo por lo que veo...
¿Quiá, Conde¡ Nuestro escribano es insustituíble, aunque se queje sin parar.
Me quejo me quejo...a ver si ahora los osos van a tener privilegios sobre los cerdos. En la próxima crónica tus apariciones van con pitidos!, por estas!
el (m)oso.
¡Pero qué picaj-oso¡
Te llaman el oso panda
Te llaman el oso panda
Porque tienes ojeras
ojeras
ojeras
ojeras farloperas
(Lehendakaris Muertos)
El oso se ha metido en la cueva hasta que llegue la primavera?
Ositos, tened cuidado que el rey anda suelto y ebrio.
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