miércoles, 16 de octubre de 2013

Blah, blah, blah.



     En lo que no puede ser otra cosa sino uno de los efectos de alguna ancestral maldición, Bruno Pekín baja de dos en dos las escaleras hasta el andén del metro más soso y gris del mundo, que por si alguien no lo sabe es el de Bilbao, para introducirse de un salto y con la puerta segándole la espalda en el vagón más a mano y darse prácticamente de bruces con, ¡oh, no!, El Periodista, que barbado, bigotudo y gafapasta tiene todo el aspecto de un hamster gigante vestido en Cortefiel y que ahora saluda y sonríe de forma sicótica mientras  retira de su cabezota hasta dejarlos en torno  a su cuello unos cascos “a la mode” de diseño sideral y esponjas azules en los que hasta ese momento iba escuchando, tal es su estratosférico grado de  profesionalidad, los informativos de Radio Tanzania. Tras lo cual, empieza a hablar. Y hablar. Y hablar.
       A lo largo de seis estaciones, Bruno Pekín, atrapado ahora en una de esas situaciones en las que se echa en falta una cápsula de cianuro alojada en una  muela, soporta los lamentos síndico filosóficos de alguien (nuestro hamster , claro está) que se ve a sí mismo como un incansable paladín de La Verdad, un comprometido superhéroe de la información, el Capitán América de una redacción llena de inútiles emboscados entre pantallas Mac, sicarios vendidos a las fuerzas malignas de la manipulación de masas y fenicios del euro sin escrúpulos. Hemos de tener en cuenta, de paso y para más inri, que toda esta cansina verborrea de sota, caballo y rey, que se le ha venido encima a Bruno, se despliega en un vagón que, para quien aún no lo conozca, alguna mente particularmente cruel decidió un día diseñar bañando el sórdido aluminio  y los plásticos más abúlicos con la luz plana y mercurial de un depósito de cadáveres, consiguiendo así un tipo de ambiente que arrastra al viajero, mientras dura el trayecto, a darse una tan intensa como poco refrescante zambullida en el océano de sus pensamientos más oscuros, cuando no afiladamente tétricos. Este, y no otro, es el mayor de los atractivos de estos viajes. Lo que les confiere, por así decirlo, un clima tan especial y terapéutico: el del cuerpo a cuerpo de un grupo humano tomado al azar con los demonios del subconsciente.
      Bueno, a lo que íbamos. El caso es que finalmente, en una de estas, El Periodista se da cuenta con unos segundos de retraso de que el tren ya ha llegado a su estación, con lo que se ve obligado a darse prisa. Así que mueve su gordo culo hacia fuera. Una vez ha ganado el andén y antes de que la puerta se cierre ante sus narices, se vuelve para gritar: “¿Y tú qué tal, Bruno?, ¿Todo bien?”. Y levanta el pulgar de la mano como un emperador romano en el circo. De la información.

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